Hoy: Sancho frente a la indignidad de hablar por los otros.

Por Manuel García
Fotos: Ser Shanti

“Estaba feliz en la nebulosa de una borrachera, pero el cielo sabe que ahora soy un miserable. Estaba buscando un trabajo y luego encontré uno, pero el cielo sabe que ahora soy un miserable. En mi vida, ¿por qué tengo que darles mi valioso tiempo a personas que no les importa si es que vivo o muero? En mi vida, ¿por qué le sonrío a gente que preferiría patearle los ojos?”

The Smiths

 

Es viernes por la tarde, me paseo por la casa hablándole a Sancho y en la cocina me detengo para expresarle que ese es el sitio donde se despliega toda la imaginación al servicio de la combinación de elementos destinados al placer de comer. No se nota para nada, me contesta el canino, agregando que está cansado de comer principalmente alimento industrializado de dudosa calidad. No le contesto porque ya sé de qué va la cosa. Al rato me pregunta qué significa la palabra destratar. Si la has buscado en el diccionario y no la has encontrado, le contesto, quiere decir que es un neologismo, y añado que la lengua no es un ente anquilosado del siglo de oro español, sino que fluye permanentemente, y que por lo tanto la hacen los hablantes. Ah, responde. Percibo inquietud canina. Clara regresa con nuestro hijo y me comenta que la maestra le ha recomendado afablemente por medio de argumentos higienistas cortarle el pelo a Max. Por momentos me parece tan violenta la forma en que ciertos sujetos hablan por los otros. En nuestro sistema representativo, republicano y federal, abunda la falsa representatividad y pienso en el poder difuso y difuminado, mientras salgo rumiando a fumar al patio. Se pueden ver las chispas que emergen de nuestro contacto visual. El médico habla por el paciente, le digo a Sancho a modo de enumeración, el maestro por el alumno, el juez por el prisionero, el regidor por el subordinado, el dirigente político por el ciudadano, el padre por el hijo, el cura por el feligrés, el sindicalista por el trabajador, el periodista por el consumidor de medios, el centro por la periferia… Y vos hablás por mí, irrumpe Sancho. Tenés razón che, le contesto, todos permanentemente hablamos por boca de otros, además de eso también citamos, robamos, reproducimos, tomamos prestado, rememoramos, si total qué importa quién habla. ¿Estás afirmando que no hay ningún problema con ese poder naturalizado de hablar por los otros?, me pregunta. Para nada, le respondo, es un ejercicio asimétrico y por demás vehemente, imaginate al hombre primitivo imponiéndose por medio de la fuerza física, siempre ganaba el más grande, el que más potencia tenía, en cambio ahora, la Reina Razón intenta revelarnos que esa violencia ya no existe, y lo hace por medio de la representatividad, que nos permite elegir para que hablen por nosotros, depositamos nuestra elecció en un cargo electoral por el cual los que van a hablar por nosotros deben jurar por Dios y por la Patria y por los Santos Evangelios que desempeñarán su compromiso con lealtad, honestidad y honor. ¿Estás diciendo que es inútil sublevarse entonces?, pregunta el perro hastiado y con algo de porfía, sobre todo con porfía. No hay recetas universales contra el poder y a favor de la resistencia, le contesto, hay promesas cuasi religiosas de un tiempo venidero que va a redimir todo el pasado. En la Antigüedad, la naturaleza y los animales se transformaron en dioses porque la violencia que ejercían hacía temer mucho al ser humano, entonces esa violencia se calmaba con más violencia a través de los sacrificios que siempre son un buen ejemplo aleccionador para el resto, ya que con cada muerte se incrementaba el poder. Ahora vivimos esa violencia del consenso en oposición a la vieja violencia transformadora del conflicto, donde el fascismo cotidiano que habita en cada uno de nosotros nos hace amar ese poder de alguna extraña manera y creer que nuestras razones son mejores y más valederas que las del resto, por eso siempre tendemos a hablar por los demás. El poder tal como lo concebimos nunca va a desaparecer, lo podemos herir, lo podemos reducir, lo podemos doblegar por el instante que dura un chispazo, pero no más que eso, inmediatamente que se derrumba una forma de poder, asume otra, y no basta para nada con cortarle la cabeza al rey. Las grietas donde se cuela la luz son un método de escape, son esas líneas de fuga donde los mecanismos fallan y nos permiten hacer estallar aquello que deseamos cambiar, pero todo termina consumiéndose como en una rueda de hámster. Se produce un silencio amenazador mientras miro a Sancho con toda mi supuesta sapiencia. ¡Estoy cansado tu discurso didáctico y pedagógico!, ¡estoy harto!, ladra fuertemente Sancho.  Creo no está enojado por saberse un subalterno, yo también lo soy e intento no aullar por todos lados y a toda hora, sino porque más tarde se va a quedar solo en casa. Está bien, decí lo que quieras, ejercé el derecho que tenemos todos de ser salvajes por un instante y domesticados todo el tiempo, le digo serenamente y me voy adentro. Abro la heladera y veo tres empanadas, dos de jamón y queso y una de carne. Salgo al patio, dejo el plato en el piso como una bandera blanca que pide el cese de las hostilidades y pienso en si sería gracioso repetir la frase de Antonio Musicardi en el film costumbrista de 1985, pero Sancho no ha visto esa película aún, y todo intento de acercamiento a la mascota puede trasformase en un fracaso íntegro. Por suerte más tarde voy a dirigirme al encuentro de otros seres para habitar el incólume ritual de pizza, birra y faso. Sancho tampoco ha visto esa película que narra la cultura del rebusque y el reviente. Pero nosotros sí, quiero decir los que desde cada lunes mórbido hacíamos que todas las noches fueran cada vez más brillantes y delirantes, como una antesala de las mañanas agobiantes que venían, mientras pensábamos que podíamos ser la vanguardia que hablara por los otros. Felizmente nunca no lo logramos.

 

+ Sancho y todo lo demás