Acerca de la polémica sobre instalar cafés y restoranes en museos de Mendoza.

Texto: Juan López | Dibujos: Lorena Rosas

Como nos enseñaron los mitos griegos, cohabitan en nosotros una fuerza apolínea y otra dionisíaca. Una tendencia a la belleza y el orden y otra al exceso y el caos. Y debemos, deberíamos, o en eso se nos va la vida, poder conciliarlas. Simplifiquemos: los museos están del lado de lo apolíneo –belleza, armonía, conocimiento, arte–, y la comida y la bebida, quién puede dudarlo, representan el placer físico, pecaminoso, pero tan atractivo o más que las sublimes artes.

Si la muestra de arte que recorriste en el museo te permite zamparte un plato gourmet o no gourmet y un vino o una bebida bajas calorías –o digerir bien si comiste antes–, quiere decir que viste poco o nada o que eso que viste era inofensivo. O que sos un cerdo burgués que no sabe nada de arte ni le interesa y va a un museo de puro careta o porque es negocio.

Hace unos años visitamos el museo Pompidou de Málaga. Había tres muestras tremendas. Una obra en video nos choqueó. Esto es arte, me dije, o esta es el arte que prefiero, cualquier cosa menos algo decorativo: una mujer desnuda hacía hula con un aro de alambre de púa, en una playa de Oriente Medio. A medida que el hula giraba alrededor del vientre desnudo de la mujer, iba hiriendo la piel y dejando llagas y moretones. Blanco y negro y silencio, el video se reiniciaba una y otra vez. Imposible tener esta obra de arte en tu casa o como muestra permanente en un museo. Otras personas dirán que eso no es arte. También nos gusta el arte menos incisivo, a quién no, pero por alguna razón, a raíz de la polémica sobre políticas culturales en Mendoza y negocios gastronómicos en museos, vino a mi mente esta potente obra de arte en video.

Después de ver arte verdadero o de verdad ver arte –o antes–, no siempre se puede comer y beber y seguir sin más con la vida. Reconozcamos que solemos ser indolentes procesadores de esculturas y tallarines, de conciertos de música clásica y milanesas, de museos de historia, de arte, de antropología, de arqueología y de un necesario y no a todos accesible café con leche con medialunas. Ahí están todo el tiempo Apolo y Dionisos tironeándonos. Para un empresario con visión, en cambio, Apolo y Dionisos trabajan muy bien en pareja, se potencian, mejoran nuestras inversiones y aumentan nuestras ganancias.

¿Quién no ha asistido y celebrado la inauguración de una muestra de arte en un museo metiéndoles al champán y a los bocaditos? ¿Cómo no festejar, al menos en Mendoza, y brindar con vino en la presentación de un libro?

A, entre otras cosas, romper estas conductas cómodas, inerciales o alienadas (comerciales, angurrientas, estomacales) apuntan, entiendo o quiero creer, las artes verdaderas. O, para ser categóricos y solemnes, la función esencial del arte es dejarte inapetente de comida y hambriento de más arte y creación, y retorcerte las tripas o producirte náuseas, si es que comiste. El arte debería cumplir la función de ayudarnos a vislumbrar lo misteriosa, maravillosa y también ominosa que es la vida. Difícilmente un plato de comida hecho por el mejor chef del mundo o un vino incomparable puedan servir al mismo fin, pero, por algún motivo, comer y beber siempre son eficaces para bajarnos de un hondazo o adormecernos justo cuando nos estábamos despertando o elevando.

Abundan también quienes sostienen que cocinar y elaborar bebidas son bellas artes, pero este no es el asunto.

Abundan también en todo el mundo y en toda la historia artistas que le dieron sin piedad a la comida y a la bebida y demás sustancias dionisíacas. Y hay un escritor vegano que dice que no se alimenta con animales porque no podría comerse algo que tiene o tuvo madre. A la vuelta de la esquina, otro escritor confiesa que el tabaco, el alcohol y la cocaína le hicieron perder mucho tiempo, aunque también lo ayudaron a escribir tremendos textos, a costa, claro, de su autodestrucción. Otro de los tantos misterios, o evidencias, del arte verdadero: lleva la vida.

Es obvio que quienes deciden las políticas culturales (Estado) y quienes impulsan las inversiones (empresas) en esta provincia y en muchos otros lugares piensan que arte y placeres mundanos son un «maridaje» (detestable palabra que aman) perfecto y que hay que aprovechar, sacar provecho económico, total, además, si no queda otra que darles cabida, a los artistas los arreglás con dos mangos. No coincidimos con esta visión. Qué bueno que no todos pensemos igual. Qué triste que quienes tienen el poder y el deber de hacer algo por el arte den prioridad a la gastronomía –negarse sin más a que haya una confitería en un museo es una estupidez– y descuiden, menosprecien o simplemente ignoren a los hacedores culturales. En este caso, Dionisos vuelve a ganarle a Apolo. La pregunta es si podemos vivir sin alguno de los dos o, para ser elegantes, si es posible superar la contradicción. Por el bien de cocineros y escultores, por el bien de músicos y mozos, por el bien de lavaplatos y pintores.

 

La cultura del curro