De la mano de EL OTRO, el escritor y músico Carlos Acosta acerca los cuentos que componen Casa de Amar, un libro/disco íntimo y lleno de poesía. Juana de Lavalle es el segundo texto de este libro sentimental.

Foto: Jo Thomatis

Se asomó por el portón, era cerca del mediodía de febrero del 78.

-Hola …, ¿Tienen alguna pieza para alquilar ?

-Ya le llamo a mi mamá…

Desde  el patio las veía hablar, estuvieron mucho rato, se reían, luego mi vieja se puso seria y creo se emocionó…

En el almuerzo nos contaba:

La chica que vino a alquilar es de Lavalle, Jenny, tiene un hijo de 6 años, parece de 40 y tiene 23 años, podés creer…

Trabaja  de lava copas en un bar, madre soltera desde los 17 años. Se vino del campo para acá, en Lavalle fue empleada cama adentro en la casa de un doctor, desde los 14 hasta que nació su hijo, después se quedó sin el trabajo.

Era  morocha de ojos negros y pelo largo oscuro, de boca grande como sus caderas, pero delgada, en la casa andaba vestida con polleras largas, cocinaba mucho y siempre estaba comiendo algo.

“Ahora, lo que gano me lo gasto en comer bien y mi hijo nunca pasó ni pasará  hambre”, comentaba  en la cocina Jenny.

Salía de noche tarde a trabajar, parecía otra, de pantalones brillantes, zapatos altos y siempre con  una campera negra de nylon apretada al cuerpo, su boca se veía más grande pintada de rojo y su cuerpo se movía nervioso al salir, pasaba y decía: “Doña Micaela ¡¡mi hijo ya se durmió¡¡ se lo encargo”,  saludaba y se iba sin más.

Llegaba antes del amanecer y dormía hasta el mediodía, se levantaba, iba a comprar al almacén y cocinaba bifes, milanesas, puchero, siempre mucha cantidad, comía con su hijo, y después descansaban en la siesta los dos.

Lunes y martes, los días que no trabajaba, la visitaba su novio, un muchacho joven de veinte y pico, llegaba con su mameluco de mecánico y en la piecita se encerraban. Solo esos días la visitaba, y algún domingo a la tarde que iban a la plaza.

Un día a la siesta yo estaba leyendo en la cocina Confieso que he vivido. Me preguntó que leía y le conté de Neruda y algunos pasajes de su vida, abría sus ojos negros y se reía fuerte, “¡qué lindo que es  leer…! es como la televisión, pero en silencio”, me dijo.

-Después te lo presto, le dije.

-No, no se leer, ni escribir.

-Te enseño, dije, tratando de ocultar su vergüenza y mi miedo.

-Bueno, sí, no sé si pueda, soy bruta.

Le di un cuaderno viejo empezado que tenía algunas hojas en blanco y ahí practicó las primeras letras, alguna oración, leíamos los títulos de alguna revista, al rato se cansaba. “Me voy a dormir un ratito la siesta, esta noche tengo que trabajar”.

Cuando me veía me decía quiero escribir mi nombre Juana Guerrero, estoy cansada de poner una cruz cuando me piden  firme acá, quiero firmar la libreta a mi hijo cuando vaya a la escuela, quiero poner mi nombre en el juzgado, quiero que mi hijo tenga una madre con nombre y apellido, quiero ver mi nombre escrito .

En el cuadernito llenó muchas hojas de Juana Guerrero con letras desprolijas al principio que luego fue mejorando, y repitió su nombre, se confundía con la j y la g, me preguntaba por qué Jennifer, se dice Yennifer… la J de Juana era juuu la J de Jennifer  Yeee…

Aprendió a escribir el nombre de su hijo, nombre y apellido materno.

Mi vieja se emocionaba fácilmente, cuando veía alguna película triste o cuando hablaba de la vida de alguien, era como que sentía con más precisión la tristeza, y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando nos contaba:

El hijo de la Jenny es del hijo del doctor ese de Lavalle, en cuanto la embarazó, la echaron como a un perro, claro, cómo iban a ensuciar su apellido con un hijo de una sirvienta, pobre chica, lo que habrá sufrido…

Un día después de vivir en la casa por cinco meses, Jenny nos dijo que dejaba la piecita, que estaba muy contenta, porque se iba a vivir con su novio mecánico, y quizás más adelante se casaba con él, y que ya no tendría que salir de noche a trabajar de miércoles a domingo.

El día que se fue dejó en una bolsa sus pantalones brillantes, sus zapatos de tacos altos, su campera de nylon negro y el cuaderno lleno de Juana Guerrero.

 

Tonada

Juana cama adentro en Lavalle
cuando el “Doctor” la despidió
llevaba en su panza un hijo de nadie.
Ella solo regaló su amor.

Madre sola, morena y soltera.
No escribía, tampoco leía.
Vino a la ciudad, aprendió a vivir
y firmó así su libertad

A su hijo Juana cocinaba
y en la siesta ellos descansaban.
Se vestía Jenny y salía
y en las mañanas no existía

Juana y su hijo, sin panza vacía
solos de la mano en esta vida.
Juana compartió su piel y cama
al muchacho que le dio su amor.

Todas las mañanas supo de esperanzas
y una vida sin tanto dolor.
Fueron todos días los de Juana
Jenny nadie nunca la nombró.

Dejo en una bolsa
su ropa de noche
y un cuaderno que tanto escribió.

 

Casa de Amar: Julia y Alfredo

“Mis personajes tienen riqueza por el simple hecho de vivir”