Lenka Bajda, o el dificilísimo arte de dialogar con manchas, sin mediar palabras.

Por Negro Nasif | Fotos: Coco Yañez

Afuera, en intervalos regulares, el traquetear de las ruedas avisan que pasó de nuevo el metrotranvía. El sonido progresivo que sobreviene podría ser insoportable para quienes viven a pocos metros del tendido ferroviario, no así para la “pintora” -como ella misma se define- que nos recibe en su taller, con las puertas, lo brazos y el corazón abiertos.

Teo y el ruido del tren se meten con nosotros a esta habitación donde la magia huele a vetas, a anillos de maderas históricas y nuevas, a pinturas, a carbonillas, a fotos de Eslovenia, a vida de cocina de familia que se filtra por el mismo portal que el inquietísimo Teo se obstina en atravesar una y otra vez.

“Uy, ¡qué cansador que es!”, protesta Lenka y engancha a Teo de las axilas para deslizarlo sobre sus patas traseras como un lampazo que ahí nomás cobra vida y retorna. Insistidor como perro de sulqui, así se portará el cuzco con el nombre del Van Gogh menos famoso, hasta que nos resulte imperceptible su presencia, al igual que el ruido del metrotranvía que de entrada se metió en la charla para trasmutar sin permiso en manchas que cuelgan en las paredes que nos observan por los cuatro flancos.

“Es el sonido de mi infancia, no me molesta para nada, todo lo contrario”, dice Lenka Bajda acerca del tren, con un tono suave que ni perro ni traqueteo de vagones alterará en las casi dos horas de esta entrevista con EL OTRO. “Baida”, aclara la pintora para precisar la pronunciación exacta de su apellido paterno, al que suma Trobec, por la rama de su madre. Ambos eslovenos como el nombre de pila que ella reivindica en contradicción con Cecilia, la identidad oficial que, por prohibición estatal de la voz Lenka, todavía consta en su DNI.

Estamos en la capital de Mendoza, en la casa del abuelo Frank Trobec, uno de los calcos de viviendas contiguas que a fines de los años 40 del siglo pasado construyeron cuatro inmigrantes que lograron huir de los estragos europeos de la Segunda Guerra Mundial.  “Las hicieron a las cuatro iguales, cuando todo esto era viña (sonríe). Aquí se crió mi mamá cuando vino de Eslovenia, después de terminar la primaria”.

Al finalizar la entrevista, la artista nos mostrará una foto de su padre posando junto a Pedro, el abuelo artesano de la madera, carpintero de los barrilitos del vino. El niño amarillo de la fotografía en blanco y negro tiene tres años, más de mil días sobrevividos en un campo de refugiados. “Mi abuela estaba embarazada de mi papá cuando huyeron de Eslovenia. Caminó 14 km hasta Austria, escapando con seis hijos más. Allí nació mi papá y estuvo tres años, hasta que terminó la guerra y se vinieron todos a la Argentina, después de que los rechazaran en Estados Unidos porque decían que eran muchos niños. Se vinieron directamente a Mendoza, se hablaba de los vinos de acá y mi abuelo, que sabía hacer barricas, lo vio inmediatamente como una oportunidad de trabajar la madera con sus hijos, como definitivamente fue”.

La madera se impone omnipresente en esta casa. Desde la extraordinaria puerta de entrada, que fue diseñada por su padre, hasta las bases que utiliza Lenka para pintar, las que periódicamente les traen sus hermanos herederos del noble oficio de Liubliana. De los árboles justamente, de los bosques, hablaremos una y otra vez, e incluso permitiremos derivas intuitivas para interpretar vinculaciones entre la obra de la pintora y aquella foto del niño de jardinera y sandalias que toma la mano de su papá. Niño exiliado en la Argentina de Perón donde se convirtió en “mi hijo el doctor”; médico psiquiatra, diseñador de muebles, carpintero y militante político hasta su último día, para mayores precisiones.

De madera también es la estructura de este bastidor en el que Lenka pintó uno de sus cuadros de pandemia. Lo muestra mientras explica cómo llegó a eso que parece una gallina, a aquello que sería un barco, a lo otro similar a una imagen de un soldado caído, a un todo que comprende el abrazo que pudo darse con su madre de 12 años. La edad que tenía la Trobec cuando cruzó el Atlántico.

“Arranco con manchas, en un proceso de mucha entrega, muy especial, porque no pienso en nada, lo hago puramente por una necesidad expresiva y es muy lindo, porque meto colores, meto agua, meto trapos, espátula y lo dejo…”

“No siempre estoy con esas ganas, pero cuando las tengo empiezo a manchar y sigo. Iniciamos un diálogo con las manchas para ver cuál me pide que la trabaje. No sé si es por los colores, por ese día, por la mancha más cerrada o más abierta, pero empiezo a jugar con el soporte, lo doy vuelta, veo algo que me atrae, si es que aparece.  Porque no siempre aparece o, a veces, miro la mancha pero no siempre queremos conversar. Ahora, cuando nos encontramos, cuando encuentro la idea, ese momento es bellísimo y ahí iniciamos el diálogo. Una vez que ya encontré el hilo de la charla, comienzo a trabajar el fondo, tapo lo que no me interesa para poder contar lo que sí quiero”.

El dificilísimo arte del diálogo sin palabras es lo que propone la artista visual. “Muy silencioso, muy fuerte. Puedo estar horas mirando una mancha hasta que, en ese diálogo, ella me pide algo y avanzo ‘sin pisar pollitos’, como me decía mi maestro Ceverino, para hacer vivir la idea, jugándomela para hacerla presente, para poder sacarla”.

En el cuadro de fondo de esta asombrosa descripción de su proceso creativo ahora sí podemos suponer dónde está el color, la forma, el trazo de esa punta de madeja que desembocó en la mirada de una niña que se asoma, el navío trasatlántico abajo y la cresta colorada sobre la cabecita de la gallina. Todo a partir de una mancha que habla en un espejo en el que Lenka se mira y pega las huellas de los grafitos y acrílicos con las texturas que marcan sus lápices y pinceles sobre la madera o la tela.

“No tengo una idea preconcebida, aparece y la desarrollo hasta ir cerrando y ahí siento que sano”, dice con los ojos húmedos coloreados con algunos rojos que contrastan con su cara transparente y el rubio del pelo. “Me vuelco en el cuadro, mis manchas son como una expresión de un rebalsamiento, de un desborde que vuelco en el dibujo o la pintura. A mi mamá no la conocí viniendo en el barco, pero la puedo abrazar aquí en este cuadro. Me hubiese encantado abrazarla tan pequeña, en un mundo nuevo. Es así como sano y ese es el fervor que me produce y que se completa cuando alguien recibe la obra y también podemos darnos un abrazo tan lindo. Me siento muy afortunada de poder generar esa conexión con alguien que llega a algo que está muy dentro mío”.

En los cuadros que nos rodean hasta lo alto de la pared, en los apilados detrás de otro, en las decenas de imágenes sobre las láminas guardas debajo de la cama, en los cientos de dibujos en hojas sueltas o páginas de cuadernos, en las muchas maderas manchadas esperando brotar, sobreviven cuerpos erguidos o en vuelo, paisajes boscosos de hombres y mujeres. Tal vez los mismos/as de un spinettiano jardín de gente, o retratos en pie de un profundo drama humano, o el resultado de las mil y una charlas en el taller de Alfredo Ceverino, su profesor en el primer año de la Escuela Bellas Artes y definitivo maestro en este fervor por desanudar un lenguaje sin mediar palabras.

“Tenés la luz azul”, le dijo Ceverino ya hace un tiempo, entre mates y mates que se extendieron durante tres años en el taller del gran pintor y escultor mendocino. En esos largos sábados Lenka sumó confianza a su talento y capacidad técnica. “Ceverino me ordenó, me enseñó a disfrutar la disciplina, a pintar sin buscar más que eso. También a no buscar gente para mi obra sino a trabajar para permitir que me busquen”.

Y en esto de buscar y ser buscados, de ser conscientes de la transcendencia en una encrucijada de tiempos y espacios en los que conviven aquella Eslovenia con esta Mendoza, tiempos vivos del pasado con este presente de descubrimientos y virus acechante, Lenka -como en sus cuadros- conecta la charla con los diálogos en completo silencio que construye con su madre, quien actualmente vive con una enfermedad que desde hace años le provocó una progresiva pérdida de consciencia hasta apagar totalmente su voz.

“Hay cosas que no puedo hablar con mi mamá y las trabajo en mis cuadros. Pero el mejor plan es que me dejen sola con ella. ¡Es perfecto! Es tan, tan importante el diálogo no verbal, las caricias, los besos”, sostiene Lenka con la voz y la mirada, y vuelve sobre sus manchas para trazar una posible premisa ética y estética: “Yo acepto la mancha como viene y me planteo qué puedo hacer para mejorarla, y qué hace ella para mejorarme a mí y al resto del mundo. Podés hacer así nomás las cosas, pero si le ponés un toque tuyo las enriquecés. El arte es expresar, saber escuchar, ver qué está mal para corregirlo, es compromiso, es responsabilidad. El arte es muy importante para mí y me importa muy poco la opinión de los demás, porque no estoy preocupada por ‘ser parte de…’, ya soy parte de mi propio universo, de mi mundo. Pude reconocerme como pintora, disfrutar de una pintura o un dibujo, como hacía a los seis años, sin pensar en nada más.

Pasa de nuevo el metrotranvía ya sin sol en la calle. Esta vez no solo lo preanuncia el traquetear de las ruedas sobre el riel, también lo vemos venir deslizándose lento a unos pocos metros de la casa de Lenka, donde acabamos de saludarnos conmovidos tras los hociqueos insistentes de Teo.

“Puede ser hermoso el sonido progresivo del tren para quienes viven cerca del tendido de hierro”, nos rectificamos en el camino de vuelta, luego del abrazo con la pintora que es capaz de reencontrar su historia familiar en los sonidos ferroviarios y, al mismo tiempo, dialogar de igual a igual, sin menosprecios ni subestimaciones, con el silencio y la ausencia.

Todo con la misma poética del arte o el amor, cuando huelgan las palabras.