Por Julio Semmoloni

La impar seguidilla de reclamo y protesta durante el movilizado mes de marzo sacudió la negligente pedantería del gobierno macrista. A modo de consuelo estéril, apeló a la agitación de las redes sociales que controla en suficiente medida, para reaccionar con una demostración en las calles de la gente que conserva su adhesión al cada vez más cuestionado oficialismo gerencial.

Aunque Macri se caracteriza por soslayar y aun repudiar las manifestaciones en la vía pública, curiosamente tras conocerse la concurrida concentración del sábado 1º de abril en Plaza de Mayo, presuntamente adicta al actual gobierno, de inmediato se encargó de difundir su complacencia. Pero no pudo evitar que el regocijo también trasuntara sorpresa ante un hecho de inesperada magnitud.

Si bien la comparación por cantidad de asistencia con cualquiera de las tres sucesivas marchas del 6-7-8 M y la tradicional del 24 de Marzo -las cuales el macrismo leyó como muy opositoras- empalidece el valor manifestante pro oficialista, resulta oportuno tratar de entender qué puede estar pasando en la intimidad de la Casa Rosada.

El gobierno aparenta tener miedo de no poder completar el mandato. El miedo en sí mismo no es malo, a veces sirve de estímulo, salvo cuando hace perder la confianza en las propias capacidades. Por ejemplo, el kirchnerismo tuvo miedo durante los episodios del lock out patronal agropecuario. Pero el temor a perder la hegemonía política gestó como reacción constructiva la formidable ampliación de derechos que impulsó y consiguió el gobierno de Cristina. La ulterior más amplia victoria electoral de la historia, en el 2011, resultó de esa recuperada transformación popular.

El kirchnerismo de 2008 no tenía miedo por la situación social de entonces. La embestida opositora pasaba por otro lado. El macrismo, en cambio, presiente que ahora la situación social se está desmadrando, no tolera que se exprese a diario en las calles del país, y teme que su mandato legal se acorte porque la experiencia más reciente (2001 y 2002) demostró que tampoco con represión alcanza para revertir el determinismo de la cruda realidad.

El manual de psicología político-institucional durante el estado de derecho advierte que cuando un gobierno temeroso siente que se debilita más de la cuenta en la correlación de fuerzas, lo primero que hace es autovictimizarse y amenazar con severas represalias. El paso siguiente es la represión desaforada. A confesión de parte, relevo de pruebas. Este axioma jurídico fue explicitado por Macri en la víspera del paro convocado por la CGT, con cuyos triunviros coqueteara hasta principios del año en curso: “O van los mafiosos presos o nos voltean”, lanzó en forma de ultimátum. ¿Profecía autocumplida?

Pese a la retahíla de agravios e intimidaciones a la dirigencia gremial (trató de mafiosos a los sindicalistas en general y prometió dureza con ellos), el primer paro general del 6 de abril tuvo un categórico acatamiento. Hubo represión tan solo por eso. La proclama cegetista no había sido virulenta ni mucho menos. No convocaba siquiera a un paro activo, por ejemplo, aunque como siempre hubo piquetes de huelguistas. La izquierda anacrónica, además, lo tildaría de “paro dominguero”. La violencia la puso el gobierno.

El macrismo parece encerrado en su propia coherencia sectaria e ideológica. De ningún modo predispuesto a interpretar la razonabilidad de argumentos que le achacan el notorio empeoramiento de la situación general del país. A menudo encapsulado en la reiteración de pronósticos que no se cumplen o deslindando la obvia responsabilidad que le cabe en el paulatino agravamiento social.

Por las encuestas y el fastidio expresado en la calle, sabe que la imagen del Presidente cae en picada y el consultado apoyo de la gente hacia la gestión va en franco retroceso. El dilema íntimo en la Casa Rosada tal vez ya no sea cómo asimilar el costo de una derrota electoral el 22 de octubre. El aprieto es enfrentar esta creciente adversidad con las mismas (¿únicas?) disposiciones chapuceras e inoperantes que ha mostrado. Ni la posverdad ni el blindaje mediático pueden ya amortiguar la repercusión del pronunciado deterioro.

De 1983 a la fecha, los dos gobiernos no peronistas elegidos por la voluntad mayoritaria de los argentinos no pudieron completar el mandato. Desde la tribuna gorila parte otra vez el acostumbrado diagnóstico de que el peronismo no sabe ni acepta ser un opositor respetuoso de los tiempos constitucionales. Se le endilga un reiterado afán conspirador, destituyente. Nada se admite, sin embargo, de cuánta leña al fuego echaron desde adentro para consumir antes de tiempo la propia legitimidad de su gobierno, tanto el alfonsinismo de 1987 a 1989 como De la Rúa y su runfla en 2001.

En esos dramáticos momentos históricos el radicalismo no salió a impedir con fervor militante el desenlace anticipado de ambas gestiones. El alfonsinismo se deslegitimó al maniatar su política de Derechos Humanos con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y en lo económico provocando la primera hiperinflación argentina. A su vez, el mandato de De la Rúa se vació de toda legitimidad cuando quiso aplacar con balas y asesinatos la desbordante protesta social que se extendía por el territorio nacional.

El gobierno macrista es el tercero no peronista desde 1983. Los partidarios de la teoría fatalista dirán que también está predestinado a irse (como Alfonsín) o huir (como De la Rúa) sin completar el período constitucional. Las usinas del gorilismo victimizan al “mejor equipo en 50 años”, culpando a las corrientes populistas de fragotear contra la permanencia en el poder formal de esa tan distinguida selección de gerentes.

El núcleo duro de la concurrencia que manifestó su apoyo al gobierno, lejos de expresar militancia partidaria oficialista, vociferó un más específico origen antipopular. No es suficiente respaldo para capear el temporal político que predice el contexto de turno. La acuciante deslegitimación podría indicar otro malogrado devenir.

Todas las mediciones concuerdan que el gobierno que prometió revertir el supuesto estancamiento productivo y la alta inflación, causó una reducción grave de la actividad económica y duplicó el índice de precios al consumidor. A la cuantiosa cantidad de despidos y suspensiones laborales registrada en 2016 y el primer trimestre de 2017, se suma una masiva sensación traumática que durante el kirchnerismo había cedido por completo: el miedo a perder el trabajo. Es el precio de la fenomenal transferencia de recursos a los grupos que concentran la riqueza.

Los sufrientes perjuicios ocasionados en apenas un tercio de mandato (16 meses, de un total de 48) inquieta a los incautos desencantados, perturba a los recelosos de la primera hora e irrita a los engañados de abajo, ahora aún más envilecidos. Deslegitimarse a diario traicionando tercamente la estentórea consigna de “pobreza cero”, dado el probado recrudecimiento de la miseria social, resultaría compatible con la búsqueda desatinada de algún artilugio a la postre destituyente. Ya cumplieron. Cada integrante del “mejor equipo” volverá a su privilegiada ocupación privada, como lo hiciera en su similar derrotero el exministro Alfonso Prat Gay.