Crónica de Marcelo Ruiz

Son las 15 de un día de junio, el frío traspasa la espera y cualquier abrigo que pretenda mitigarlo fracasa en el intento. Todo parece insuficiente y hace pesar las intenciones de caminata de los pocos transeúntes citadinos, apenas unos –algunos- valientes se ven por las calles de Capital.

Son pocas las cuadras que separan el lugar del centro neurálgico de la Ciudad de Mendoza. Enfrente hay un negocio de comidas para llevar, donde los clientes se sirven diferentes alimentos en bandejas de plástico, completando el menú, para luego pasar por caja.

 

 

Un pasillo profundo es la entrada a la vivienda, ahí adentro se está gestando una interesante idea. Los minutos pasan, de pronto se abre la puerta y aparece la figura de Alberto Vicente, 67 años, jubilado, fotógrafo y coleccionista de diferentes objetos. Extiende el brazo, su mano invita a pasar, y desde el interior llega hasta este umbral el olor característico de las máquinas. Flota ese aroma, lo reconocería cualquiera que alguna vez haya estado en contacto con los aparatos que desprenden este perfume.

Aquí duermen cientos de cámaras inmortalizadoras de momentos importantes de la Historia. Entre ellas, una extrañeza que puso en manos de Alberto un antiguo jefe de Telefónica de Argentina: un equipo suizo que sacaba fotos de los “contadores telefónicos”, algo así como una caja o paneles que contenían información de unos cien abonados. Otra rara: una de espías que le regaló un colega maipucino. Las dos entre tantos objetos que Vicente acumula.

 

Un puñado de galletas rellenas y un generoso café comparten la mesa, entre unas cuantas cámaras, teleobjetivos y flashes. No hay fecha, pero el objetivo es abrir este espacio, darle vida a una colección de memorias, para educar a las nuevas  generaciones que no tuvieron contacto con este tipo de soportes, que no conocieron la película “rollo fotográfico” y el revelado manual. Además, se pretende que el museo sea parte del recorrido turístico de Ciudad, teniendo en cuenta que no existe otro destino de estas características.

Incentivado por su padre a temprana edad, Alberto Vicente fue coleccionando diferentes objetos: estampillas, etiquetas de cigarrillos, entre otros objetos… Y desde entonces no paró. De chiquito descubrió la fotografía, con una cámara de 35mm que recibió de regalo de sus tías. Adulto ya, en 1979 disparó la primera cámara profesional, de origen ruso, comprada en Chile. Desde entonces, su vitrina sumó máquinas de diversas marcas y formatos, fotómetros, flashes y elementos de laboratorio.

Tal vez esta sea la única colección que Alberto no buscó. Al revés, fueron esas registradoras de memorias las que llegaron hasta él, para guiarlo a ese momento futuro en que verá realidad su intención de divulgar, además de trabajar los fines de semana como fotógrafo social, e incursionar en fotoclubes, compartiendo experiencias con colegas.

De entrada, un número resulta atractivo para cualquier curioso: más de cuatrocientas cámaras analógicas de 35 mm, medio formato, de estudio con fuelle. Más una antigua minutera que en sus mejores años retrató a cientos de mendocinos en Plaza Independencia, forman la colección también llamada sueño cercano que, aunque no tiene fecha de apertura, ya ilumina los ojos de Alberto, los que se estiran en una mirada que busca alguna anécdota que contar, mientras las horas de la tarde pasan y ya es tiempo de volver a las cosas cotidianas.

Un sueño va tomando forma lentamente. Un sueño de alguien que se acerca al deseo de los demás.

 

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