Poner palabras ante el shock que genera eso que los mentideros llaman la muerte de Diego Armando Maradona imposibilita cualquier pretensión periodística, confirma la ilusión de la neutralidad, ratifica la falacia de lo objetivo. Porque el Diego nos atraviesa en todas las dimensiones de la humanidad que compartimos, pero fundamentalmente nos zamarrea en el cuerpo, se nos anuda en el cuello “como si me hubiera tragado un pullover” (Diego dixit).

Por Negro Nasif | Foto: Cristian Martínez

Maradona como todos los genios ya desafió al tiempo y al espacio. Todos y todas vimos cómo entró y salió, una y mil veces, de vaya a saber qué agujero negro de lógicas cuánticas indescifrables para los carentes de inmortalidad y tele transportación. El Diego es, a lo largo de todos los cambios. Es, en la anchura de este mundo y del cosmos donde nacen los barriletes. Es pasado, presente, futuro, aquí, allá.

El Pelusa es la contradicción permanente. Pues claro, vaya si su ser no se corresponde con ese espíritu absoluto que anunció Hegel y que dio vuelta Marx con su materialismo dialéctico. El Diego es tesis, antítesis y síntesis de su próxima contradicción inagotable, creadora, poética, gozosa, exuberante. Es lucha profunda al interior de su propio ser y guapeada a las piñas con los infiernos del afuera, que lo constituyen en la oposición de sus claroscuros.

Tal vez lo más complejo sea abordar el plano de sus ideas, sobre todo en aquellas facetas donde su extraordinaria inteligencia se hizo cuerpo, gambeta, amague, comba de tres dedos, gol, golazo. En cambio, en su materialidad, en su coexistencia con el reglamento del juego capitalista, no cabe duda alguna que el Diego es un ejemplo sobresaliente del proletariado, un revolucionario con consciencia de clase desde que se calzó los cortos para comer y compartir el pan, hasta este 25 de noviembre en el que se durmió con el buzo de DT pensando en la próxima formación de Gimnasia.

Maradona es hijo del patriarcado, de la rebarba del mercado, de la discriminación, del clasismo, de la violencia, del desprecio, del amor de tapia hacinada. Un hijo del pueblo, de la villa, de los obreros de la cena del yerbeado, un laburante de Fiorito, un negro de mierda, un peronista que se reinventó poniendo su fuerza de trabajo superlativa al servicio de un torneo de Los Cebollitas o del Campeonato del Mundo, como si se trataran de lo mismo. Nunca especuló ni en la cancha ni en su concepción acerca de la superviviencia, que conoció y dolió de cerca en el subsuelo de su Patria, y en la sublevación de los cabezas ante los imperios. No jugó a la timba de patrones financieros, no montó una empresa para ver rendir sus dividendos en la bolsa. Pudo. No quiso.

Si hay dos clases de seres humanos, los que trabajan y los que viven de los que trabajan, claramente el Diego es el primer trabajador del fútbol mundial, en el sentido más clasista del término. Un obrero de la pelota, un defensor de los compañeros, un artista atlético que desplegó una teoría de la belleza deslumbrante que inspira a diversas manifestaciones estéticas. Un sujeto político llamado a ser el D10S mugriento, excluido como el que nació en los corrales de Belén para conjurar nuestros pecados en la crucifixión, poscrucifixión y vuelta a la cruz. Destruido por derecha, pretendidamente deconstruido por izquierda, mas siempre desecho y hecho entre los muertos que, al grito de Diegooooo, Diegoooo… , le exigimos al héroe el milagro de cargarse al tercer mundo sobre las espaldas, a nuestro Sur, para su incursión bárbara contra los gigantes blancos con caras de mafia FIFA.

Diego es el brillo en los ojos de Gardel, Evita, el Che. Un doctor Sócrates argentino, con escolarización incompleta pero doctorado en Oxford. Un pibe que lo sacaron de Villa Fiorito y lo revolearon de una patada en el culo a París, a la torre Eiffel. Un D10S que, de tanto volver a la Tierra, cualquier Pasman se animó a faltarle el respeto.

Maradona no parece, es. Aunque quieran cancelarlo las y los dueños del teodolito moral para medir pajas ajenas. Pese a los que festejan ¡Viva el infarto! ese ser nos habita. Nos perturba mirarnos en un espejo que nos devuelve los mil rostros del Pelusa desnudo, con tanga de leopardo, sin careta. Somos el Diego, mal que nos pese, bien que nos venga, y no nos salva tomar distancia desdoblándolo en futbolista y persona para hacer la buena digestión con la carne magra descuartizada de sus huesos.

No tuvo vida personal, durante 60 años fue un nosotros íntimo. Vivimos dentro de sus decenas de casas, amamos a la Tota, a su viejo, a Dalma, Giannina, la Claudia, nos enojamos con ellas. Le pedimos explicaciones sobre sus hijos e hijas abandonados, sobre sus culebrones vínculos de poliamor, machirulismo infiel y relación tóxica con la merca. Hasta decidimos no perdonarlo sin juicio previo, cuando él sí nos pidió misericordia e indulgencia, a sabiendas que ya pagó muy caro. Fuimos capaces de no redimirlo cuando nos rogó en llanto en los televisores del mundo que no confundiéramos sus manchas con la pelota inmaculada.

Maradona es nuestra historia individual, familiar, común. Nuestras vidas están cruzadas por su insoslayable pasión que cambió el clima de nuestras casas, que nos modificó el rostro en alegrías y lágrimas incontenibles. El tipo capaz de convertir amor, odio, tristeza y euforia en estados colectivos, en abrazo entre desconocidos, en puteada vomitada a un Havelange a miles de kilómetros de distancia.

El gobierno nacional cometió el absurdo de decretar tres días de duelo, como si hubiese muerto, como si hiciese falta una norma para formalizar el dolor incontenible que explotará en las calles con una fila de gracias de cuadras y cuadras. De días.

El Diego es y será nuestro más complejo y conmovedor drama humano, distante de la tragedia olímpica de caprichosas e injustas deidades. Inútil es tratar de entenderlo a las apuradas, teniendo el resto de la eternidad para hacerlo. Habrá que dejar que descanse un poco en paz, para sentirlo en el cuerpo, en el propio y en el otro, estremecidos por ese D10S panzón, petiso, de mano divina y zurda profana.