Por Félix Riña

El guacho no quería ir y la madre insistía: “Sarmiento nunca faltó a la escuela, llovía, caía piedra, y Sarmiento ¡iba igual!”

Y fue el Martín, qué tanto, escupiendo rabia, el mismísimo día del Acto.

Toda la escuela al rayo del sol, en el patio tapizado de baldosas rojas. “Hace entrada la bandera de ceremonias portada por Sánchez, Elizabeth, primera escolta…, a continuación entonaremos, con el pecho hinchado de patriotismo, la estrofas de nuestro Himno Nacional Argentino… y las palabras alusivas de la Señorita Coca: Nos hemos reunido hoy para conmemorar el paso a la eternidad de uno de los prohombres de nuestra patria: Domingo Faustino Sarmiento…”.

“Pufff ¡Sarmiento!, el que no faltaba nunca a la escuela. El viejo cara de culo que se murió de viejo, un 11 de septiembre para alegría de las maestras”, pensó Martincito con el guardapolvo blanco, igualito a las nubes que con el celeste del cielo inspiraron a Belgrano para crear esa enseña que se retira por el medio del patio cada vez más caliente, al ritmo del “Aquí está la bandera idolatrada…”.

Ocho años, uno tras otro, el mismo acto. Desde el jardín hasta el séptimo grado. “Gloria y loor, honra sin par, para el grande entre los grandes, padre del aula, Sarmiento inmortal”. Hasta que el Martín, ya en la secundaria, se topó con los libros del padre de un amigo, un viejo maestro que solía pararse solo, como loco malo, en el medio de la plaza del pueblo a hablar con un megáfono sobre Marx, Engels y Rosa Luxemburgo. Todos los sábados, gritándole a los oídos sordos.

Al Martín le entusiasmó que el Viejo un día le contara que era bastante improbable que Sarmiento no faltara a clases los días de lluvia. Lo convenció con un contundente argumento científico: “Qué iba a faltar, si en San Juan no llueve en la puta vida”. Y el Martín quiso saber más. Y el Viejo lo alimentó con una parva de libros.

Allí encontró al alumno atorrante, al Sarmiento que escribió en Recuerdos de Provincia: “La plana (libreta escolar) era abominablemente mala, tenía notas de policía (mala conducta) había llegado tarde, me escabullía sin licencia y otras diabluras con que me desquitaba del aburrimiento”. El “loco”, quien una vez visitó el manicomio y un paciente se le acercó para decirle: “¡Al fin, Sarmiento entre nosotros!”.

El Martín pudo leer que Don Domingo “era jactancioso y provocativo; sacaba la lengua y se golpeaba la boca, lanzaba su mala palabra y se ponía su penacho de piel roja, con cascabeles y plumas, carnavalesco y sublime, como un capitán de Troya.” (…) “Su cara y su cuerpo son simiescos y faunescos. No es difícil imaginarlo desprendiéndose de los árboles para cometer violencias en la selva. No era lo que se llama un hombre bien educado”.

El mismo Sarmiento que era capaz de iluminar, con la luz de su ingenio, la razón en la noche de ignorancia, asumía que no siempre decía la verdad. En 1868, en una carta dirigida a Manuel García escribió: “Si miento lo hago como un don de familia, con la naturalidad y la sencillez de la verdad”.

No fueron solo los días de lluvia puteando a Sarmiento los que hicieron que el Martín decidiera odiarlo por siempre. Ya adulto, Martín Salvador, el sociólogo de la UNCuyo, encontró un documento, silenciado durante todo un siglo. La carta del Padre del Aula a su amigo Juan María Gutiérrez, fechada en 1846, dice: “Con la señora Mendeville (la famosa Mariquita Sánchez) nos hicimos amigos pero tanto que una mañana solos, sentados en un sofá, hablando ella, mintiendo, ponderando, con la gracia que sabe hacerlo, sentí… vamos, a cualquiera le puede suceder otro tanto, me sorprendí, víctima triste de una erección tan porfiada que estaba a punto de interrumpirla y, no obstante sus sesenta años, violarla. Feliz, entró alguien y me salvó de tamaño atentado.”

Ya no habla en los actos el Profesor Salvador sobre el loco sanjuanino, prefiere recordar a su Señorita Coca y a aquel viejo canoso que se paraba todos los sábados, en el medio de la plaza, a predicar en el desierto.