Texto: Luciano Viard
Foto: Coco Yañez

En la tarde lo habían visto de lejos jugando a la pelota en un potrero de Maipú.

La alegría que sentían era tan grande que por momentos Rosalía olvidaba el golpe, los muertos, la violencia sin frenos, la biblia entrando en el Palacio, los buitres foráneos acechando los bienes del Estado.

Ahí estaba el hermano presidente echado con la 10 en la espalda, algo de sobrepeso y las ganas de siempre. La sonrisa intacta pese al dolor de los incendios y los asesinatos. Sobre el final del partido vería a algunos políticos locales y luego a la familia de un periodista que había muerto por el golpe mientras editaba una revista rural. Moro se apellidaba y, cuándo no, eran cuatro mujeres las que seguían luchando por el esclarecimiento de su asesinato.

Había venido el día anterior y se iba mañana: corta la visita del hermano presidente echado. Pero lo mismo estaba contenta Rosa, después de tanta lucha que había tenido el último año.

Rosalía y su hijo Evo David Choque viven en Rodeo. Un segundo piso muy modesto los aloja a buen precio de alquiler cerca de las chacras en las que la Rosa trabaja de sol a sol para que el Evito siga yendo a la escuela, no como ella que por no ir solo puede ir a la chacra con la cintura cada vez más molida.

Víctor los dejó sin despedirse, tiempo atrás,  y el caos se apoderó del monoambiente y de ella, que tuvo que ir a la chacra con la urgencia de no tener más ese sostén que, aunque casi exclusivamente era económico, le daba una mínima seguridad.

Rosa había hablado con su jefe para que le diera libre esa tarde de viernes y el sábado a cambio de devolver el tiempo de trabajo el domingo. Pese a lo inhabitual del pedido, el jefe, que tenía más apego a la ganancia de la chacra que a cualquier cuestión relacionada con la política, juzgó conveniente una carga de domingo con Rosa, él y su esposa para llegar al lunes a la feria con producto fresco cuando la mayoría está cosechando.

Luego del partido José, un amigo, los llevó a casa porque el hermano presidente echado tenía, ese viernes, reuniones políticas y con sindicatos donde la mayoría de las personas que no tenían ninguna participación no asistían.

La ilusión de Evito esperaba el sábado al mediodía. José, que tenía puesto en la feria y ya le había ofrecido trabajo a su mamá, había conseguido dos invitaciones para el almuerzo que la comunidad de la feria tenía con el hermano presidente echado. Como José no tenía compañera, la había invitado a Rosa que no pensó en la posibilidad de ir sola al convite y, de inmediato, aceptó y le explicó a Evito que el hombre que la había inspirado para nombrarlo iba a compartir la mesa con ellos.

José los pasó a buscar a las 11.30 porque era sábado y el tránsito suele ser más lento hacia la ruta 20. El almuerzo era cerca de una de las ferias grandes de Rodeo y desde afuera pintaba gigante. Alrededor de 150 personas tenían asiento en la mesa cuadrada gigante que unía tablones montados en caballetes con manteles de papel verdes, amarillos y rojos.

A eso de las 13.30, la impaciencia empezó a poblar las caras de comensales ya algo inquietos y para las 14 la comida de las mesas comenzó a ser consumida tímidamente. Nadie quería comer antes de que el hermano presidente echado llegara.

A las 15 el almuerzo colectivo ya convivía con la ausencia del hermano presidente echado y Rosa ya no sabía qué contestar a las preguntas de Evito que, también, ya había trocado impaciencia por cierta desilusión.

“Ya va a venir” repitió Rosa, sintiendo por dentro que la ilusión de ver al hermano presidente echado se iba apagando y, a la vez, compungida por la carita de su hijo.

A la tardecita, mientras le hacía la leche a Evito, derramó dos lágrimas de frustración y siguió, como siempre. Sonriendo le afirmó a su hijo: “Lo vamos a ver cuando vuelva después de la victoria, Evito, no te preocupes. Tomá, comé tranquilo”.

 

El patio de los relatos: Viento y palabras

El patio de los relatos #5: Encuentro