Por Jorge Marziali

No puedo ver con claridad qué parte de lo aprehendido en los 60 y 70 le pertenece a Jauretche. Las ideas estaban en el aire, en comentarios de compañeros del terciario, en frases lanzadas por algún profe más o menos simpático, en una nota periodística de las excelentes publicaciones de la época. Quiero por eso, decididamente, evocar y reivindicar ese formato, el “formato del aire”, que no tiene la certeza del libro escrito ni la fuerza de los medios electrónicos, pero que muchas veces supera a ambos por la fuerza de la leyenda, del mito, de “lo que está” en el pueblo.

Tan importante es el “formato del aire” que en los últimos años los medios convencionales de comunicación lo han hecho suyo y fabrican en una sola noche más leyendas y mitos que los que pudimos leer o conocer en los años de formación intelectual. Son los nuevos creadores del “boca en boca”, herramienta que antes manejaba solo el pueblo en forma independiente. Seguramente por ese camino llegamos, cuando adolescentes, a las atractivas ideas de Jauretche aunque no supiésemos quién era el dueño de esas ideas. Sentíamos que ese desconocido pensaba “para” nosotros, nos incluía, en la forma de la metáfora, en el tratamiento del idioma, (que era el nuestro) con su picardía, su potrero, su barro. Eso nos diferenciaba de los sabihondos que hablaban horas y no decían nada; los teóricos de la revolución que –al decir de Don Arturo- “se asustan cuando esta llega”. Nosotros les proponíamos: “Andá, hacete hervir y tomate el caldo”.

De allí viene la paupérrima cultura de este constructor de coplas, cantor de los arrabales, lo suficientemente ignorante como para que los aficionados al ensayo político o a la historia de las ideas se hagan alguna ilusión respecto de hallazgos luminosos, y lo suficientemente intuitivo como para descubrir un buen puñado de sensaciones. Porque, al decir del viejo Arturo “el snobismo intelectual reprime lo emotivo, lo afectivo, lo cordial”.

Foto: Apprentice

 

Quien esto escribe cree en el poder vaticinador de la poesía (vaticinar es tarea de los vates) y sabe que “cordial” tiene que ver con “corazón”, que es la achura con la que piensan los poetas. Un snob, un “pecho frío”, un teórico sin barro se ríe de una afirmación así. No puede comprender y apela a la soberbia en vez de decir “no entiendo”. Prefiere emparentarnos con la barbarie. A esta altura debo confesar que la barbarie se ha ganado en mí y ha operado como un Viagra para nuevas erecciones del sentido común.

Si los jóvenes “conservadores”, contemporáneos de Jauretche, debían mantener en secreto sus “herejías” y sus sabidurías nuevas para no verse perjudicados como buenos estudiantes, candidatos al cuadro de “honor”, nuestra generación no quiso ocultar sus pensamientos novedosos gestados, no solo en el mayo francés o los hippies “libertarios”, sino más bien en la observación de la propia realidad, en el nacimiento de las “villas”, que siempre fueron “miseria” hasta que un día nos desayunamos con el adjetivo de “inestables”. Y amasados en la obra de nuestros vaticinadores de entrecasa que se llamaban Discépolo, Manzi, Neruda, Vallejos, Castilla, Agüero, González Tuñón, Tejada Gómez, Lima Quintana, entre otros. Y se llamaban también Jauretche y Scalabrini. Entre nosotros –sobre todo Patria adentro- no eran suficientes ni determinantes las visiones libertarias de París y de Liverpool, aunque sumaban. Había que traducirlas porque  “lo nacional es lo universal visto por nosotros”.

Otras formas de mirar

Foto: Seba Heras

 

Es decir que hay otras formas de mirar el mundo para desembocar en otras formas de pensar la Patria. Sin ir más lejos y para hablar de mi oficio, una anécdota al pasar: he visto en disquerías de Madrid (y aquí ya asomaron también) bateas con música “étnica”. No eran las más vistosas. Las bateas más vistosas contenían música “inter-nacional”, es decir producidas en los países centrales, con sonidos “centrales” y -lógico- idiomas centrales (en caso que haya más de uno). Había también bateas de “música latina”, es decir, esa de ciertos baboseos destinados a los “desmayos fáciles”, como dice mi amigo Juan Falú.

Con la mirada del señor “mercado”, los “internacionales” de las bateas de discos no tienen una etnia, son nación, y por eso son “internacionales” y no “étnicos”. Mientras, los “románticos” -que no entenderían el Billiken- son “latinos”. Los latinos que sí entenderían el Billiken, estaban entre los “étnicos”. Los “étnicos” somos los negritos, amarillitos, gitanitos, sudaquitos, turquitos, musulmancitos o algún serbio o lituano rubiecito. Y como “no somos Nación, sino etnia” no estamos en las bateas de música “inter-nacional” y como no escribimos para las glándulas salivales tampoco figuramos en las iluminadas bateas de “latinos”.

Debe ser muy difícil llegar a una visión de lo latinoamericano educándose y permaneciendo en Buenos Aires. Todos los que han descubierto la maravillosa promesa (incumplida) de una Patria Grande son hombres del interior que, en todo caso, han “usado” a Buenos Aires como fuente de información teórica, manteniendo siempre el desarrollo de lo empírico en la geografía padentrana.

Jauretche nació y creció entre padentranos y, aun cuando escribió en Buenos Aires, no dejó nunca de alimentarse con las experiencias de quienes sostienen -silenciosamente y con los pies sobre la tierra- la arquitectura de un país tan variado como desigual. Bajó a la tierra para poder escribir, como proponía desde la poesía su contemporáneo puntano Antonio Esteban Agüero:

“Vosotros, los traidores
minúsculos estetas
que destiláis veneno de una rosa
pintada por pintores abstractos;
vosotros: los selectos
los exquisitos
los asépticos y asexuados
que escribís para el oído electrónico
de los robots mecánicos,
¿por qué no bajáis de las torres
y quemáis las heladas bibliotecas
donde guardáis ratones y mentiras
y hundís vuestros barcos
y volvéis a la tierra nuevamente
a caminar descalzos
por la tierra desnuda y poderosa
sucia de pueblo y polen, impura de animales,
hojas secas y barro?

La batalla de lo conceptual

Foto: Seba Heras

 

Mirando desde el país real se ve claro el parentesco con la América morena. Músicas, comidas, leyendas, idiomas, gestos, necesidades y sueños, es decir, la sabiduría popular, nos dan un ADN infalible para confirmar la pertenencia. Imagino lo difícil que debe haber sido para Jauretche construir una mirada independiente del imperio, encontrar las palabras y los argumentos para sostenerla y, encima, escribirla y lograr alguna repercusión. La incorporación de las clases bajas a un proceso democrático formal en la década del 40 y la creación de una clase media no eran suficiente; Jauretche lo sabía, pero dudo que los cuadros políticos puros del momento tuvieran alguna idea sobre lo imprescindible que era ganar la batalla de lo conceptual.

Era el gran desafío del pensamiento de la época y Don Arturo llega justo para tomar la posta. Lo novedoso fue su cátedra sobre la pasión por “el otro” cercano, cuando la moda (un tanto prolongada para mi gusto) era (¿era?) la pasión por “el otro” lejano… y rubio. Eso solo puede lograrse manteniendo algún grado de virginidad mental; manteniendo en suspenso algunas certezas para dejar espacio a un pensamiento no digo nuevo, pero sí complementario, que permita que el relato sobre esa película que es la realidad sea completo.

Con Jauretche y sus aliados intelectuales se recreaba lo que podría llamarse un pensamiento con vocación de servicio, que –con lo nada que he leído- vislumbro en Mariano Moreno, por citar a uno de los primeros “malditos”. Quizá el gran descubrimiento de Don Arturo pueda sintetizarse en esta lapidaria definición que le pertenece: “El coloniaje económico se asienta en el cultural y ambos se apuntalan”.

Una de las fuerzas de Don Arturo consistía en no atar su pensamiento ni su acción a hombre alguno. El sabía -y lo dice públicamente- que en un proceso de cambios profundos el conductor es transitorio y puede ser superado por el proceso que él mismo genera. Esta es una idea que nos apasionaba en los años 60/70 y hoy, a la distancia, pienso que la “culpa” de que pensáramos así la tiene Jauretche.

Foto: Fabián Sepúlveda

 

¿No fue esa idea la matriz de la –para mí- tristemente célebre frase “esos imberbes que gritan…”, lanzada en la Plaza de Mayo en el alba de los 70? Recuerdo claramente una entrevista a Don Arturo después de la frase, creo que en Primera Plana. Él dice allí más o menos esto: “cualquier revolución que se precie, si necesita prescindir de alguien debe prescindir de los viejos, no de los jóvenes”. Él ya estaba en el equipo de los viejos y, posiblemente por eso se prescindió de él, pero sin el premio de alguna revolución que se precie. Sin embargo, “Las aguas no vuelven a las fuentes; pueden estancarse, pero volverán a construir su cauce”

Quizás estamos frente a la que será la gran zoncera del siglo veintiuno: recuperar el pensamiento de Jauretche y no hacer nada para que esas revelaciones se vean reflejadas en decretos, leyes o programas que vayan acomodando las cargas mientras se hace, en serio, el camino de una Argentina en serio. Si las zonceras son consignas que anulan la discusión de ideas, no hay ninguna duda de que las zonceras están hoy vivitas y coleando. Nosotros, con Jauretche a la cabeza, nos hemos quedado en los 70. Eso no es grave porque solo estamos cantando o publicando ensayos de circulación restringida. Eso no jode a nadie. Lo grave es no ver cuántos dirigentes con altísimas responsabilidades se han quedado, no en los 70, sino en los 90; es decir, sin ideas molestas ni de las otras y con la única pasión de ser un “triunfador”, un cajetilla sin estirpe, según los códigos impuestos por el imperio: hamburguesa, bienestar individual (a los codazos y sin contar los muertos)  y el cacareado  ”aquí no trabaja el que no quiere”.