El viernes pasado, la banda santafesina hizo escala en Mendoza por primera vez, y dejó un apasionante show de sonidos y poesía.

Texto y fotos: Richard Quevedo

Ojalá en las líneas que dividen la razón con lo natural se vea reflejado el sentimiento por las canciones, esas que hacen elevar el espíritu a otra dimensión. Por lo general, en ciertas citas musicales, uno se prepara como espectador y ser que consume arte, un humano sediento por interpretar el cosmos a través de la música.

Ojalá que la nota periodística esté en algún punto conectado con el lenguaje narrativo que Sig Ragga dejó desparramado en Mendoza por primera vez, y ponga un acento, de miles de metros, en cómo son las primeras veces en todo: intensas, dulces, con gritos, silencios, acordes.

Simplemente, puedo afirmar que la banda, que según ellos tiene como procedencia Santa Fe, vino desde una órbita desconocida y nos dejó un show de dos horas eternas de amor, en ese lazo y romance que acaba de nacer en el N8. Algo así como cruzar la puerta de un sitio y comulgar con la lírica, con la asonancia (de verdad) de un lugar que no es de aquí.

De chico solía entender inocentemente los sonidos que encumbran a la naturaleza, lo que la percepción toma como una caricia del alma. Después el oído va recibiendo cosas distintas, conocés los primeros ruidos que golpean los tímpanos y el bramido que antecede a un temblor, sobre todo en los lugares rodeados por los Andes y ríos cuyanos. Esas veces, en las que el cuerpo cambia y las energías van mutando en la búsqueda de otros elementos sonoros, la vida se convierte en un encuentro con lo que va pidiendo el interior

Hay un nidito supremo de canciones en el imaginario de los que sueñan raro y dispar en el mundo, un idioma desconocido que se entiende con el corazón y afinando el viento encerrado en algún sitio.  A medida que iba relatándose el show, de canción en canción, se creaba una escalera al cielo, como en la Torre de Babel, como en la letra que supo inmortalizar Led Zeppelin.

Amor, amor, amor, amor… sale del escenario-cielo como una especie de alabanza angelical, como una comunión divina, como si todos los sonidos del Universo se condensaran en esa poesía infinita.  En ese punto pequeño empiezo a ver una escena de cine acompañada por una pieza de Morricone, o unos siglos atrás, cuando las estrellas empezaban a formar la vía láctea. Ahí, en esa composición suprema estaba “el Flaco” de niño descubriendo los primeros acordes. ¿Alguien más lo vio? Estaba el sol mostrando su otro lado, aparecía desde un alter del cielo Mercury cantando con ese lenguaje único. En mi exégesis mental creé reversiones de Focus, de Sigur Rós, de Bob Marley. Redundo: sonidos e imágenes nacidos del Universo.

Fueron canciones narradas como cuentos, o cuentos cantados como canciones. Una película de amor, en secuencias blanco y negro, en la prosa de seres que solo hablan con silencios. Ni siquiera un “Buenas noches”, como costumbre de otros músicos, reencarnaba las historias más hermosas. Eran por momentos estatuas blancas mezclando su pensar, el latir, el ensueño, el clímax. Muy raros, tan distintos.

Fue la primera vez de Sig Ragga en Mendoza. Fusión, se acerca a la palabra que resume la noche. Pudimos abrir un libro con miles de enseñanzas póstumas, aunque jamás lo que alude a la muerte. Queda en la noche el sabor de los “hasta luego”, y un viaje a los sótanos claros y precisos donde espera ese instrumento, que al frotarlo, hace resplandecer los milagros de la música.

 


Sig Ragga

Gustavo “Tavo” Cortés (Voz, Teclados)
Ricardo “Pepo” Cortés (Batería, Coros)
Juanjo Casals (Bajo)
Nicolás González (Guitarra, Coros)