Literatura de acá

Texto: Andrea Marone
Foto: Ser Shanti

Recuerdo el gesto que tenía cuando estaba bien. Lo anhelo como quien ve dibujarse a su amante detrás de un velo hermético. Sus pómulos delicados fueron marchitándose como las hojas de los árboles. Tendida sobre la cama de sábanas grisáceas está sin estar. Un lecho demasiado duro para su suave piel resquebrajándose. Pensar que yo la había amado. Aun así la amaba –corroída por la enfermedad- pero sin duda de otra forma. Ya no sentía que se me derretía el corazón por verla bambolearse en la puerta de casa… sino esa tiernísima compasión que se tiene con los agonizantes.

Fui testigo del cambio, de la salud tal vez excesiva… hasta el deterioro sustancial de su cuerpo. La enfermedad la había conquistado como un violento español arribando a las costas sediento de sexo y guerra. Arremete. Agarro el bastón y el sombrero para salir a dar una vuelta tan rápido que se me caen los lentes. Quiero escapar de mis propias reflexiones. Los años también dejan su huella, uno nunca está preparado, solo se entrega al tiempo como un amante comprometido. De adolescente pensaba en la muerte como a quien le cuentan un chiste que ya ha escuchado, con altivez e indiferencia. Una vez me quisieron matar. Fue el contacto más íntimo que tuve. No voy a decir que conocí el peligro, pero cuando volví a casa…

En aquel momento vivía en Junín. Había llegado de pibe, apenas cumplidos los veinte, desde Italia, a encontrarme con un hijo de mi madre que no conocía, ¡qué nostalgia! Pasé meses sin contacto, años, no había tiempo para afligirse. Anhelaba en silencio las sierras, los adoquines y esas pequeñas calles adornadas de arbustos y olor a lavanda. También recuerdo… era una noche de invierno, hacía frío y nos refugiábamos en el bar de Manuel. Éramos más los inmigrantes que los argentinos, a decir verdad, no entiendo muy bien la diferencia, los oriundos se escapaban de Buenos Aires… de rasgos achinados algunos, más morenos, de cara chata, sobresalían entre tanto griterío políglota. Me instalé en Junín y así era, el pueblo, el bar, las sillas que apenas si sostenían el peso de tanto destierro: el alcohol, el vino patero y las charlas a los gritos. Perdíamos la identidad, inclusive el lenguaje: españoles, franceses y nosotros… los eufóricos tanos; una amalgama de voces indistintas. Esa noche conocí a Fabrizio. Avanzó con pesadez a través de la puerta de algarrobo. Casi se cae el marco con el golpe de su palma. Todo era frágil menos el espíritu:

¡figlio bastardo!, dijo.
Escuché pero no me di por aludido.
figlio bastardo, sto parlando con te.

Sentí sus ojos clavados en mi espalda. La barra estaba ubicada justo frente a la puerta, cruzando los dedos con la esperanza de que no estuviera hablando conmigo, giré lentamente el rostro.

tua madre è una puttana.

Hicimos contacto visual. Su rostro peludo y de piel curtida atravesado por una mueca de disgusto desenvainó insultos en una melodía arrítmica, como un canto bélico. Era corpulento, opuesto a mi flaqueza por no decir contextura desnutrida de los últimos tiempos. No había duda de que el bastardo era yo. Arrastraba con mis fantasmas inclusive habiendo huido de esa desgarradora herida a la honra. Espacio para explicaciones más bien sobraba o no había. Sentí a la marea de nómades volcar su atención en nosotros, hacía un par de años que no me sentía observado, solo atravesaba como un remanente la multitud de ausentes, iba sorteando los minutos por inercia, me daba confort el anonimato.

Estoy seguro de que todos éramos bastardos, o casi todos, pero yo había sido nombrado así. Decenas de inmigrantes, cuasi expulsados de sus países escondiendo motivos. No tuve suerte en los detalles, más si en otras miles de cosas. Arremetí contra el agresor. Respeté el código con las mejillas ardientes y los ojos vidriosos, ya era noche cerrada… no vi la navaja que danzaba en su mano. Hubo un instante de suspenso y luego, un dolor agudo debajo de la costilla me hizo proferir un pequeño gemido. El calor en los dedos de mis manos. Sutura y…

Ella se despierta cada tanto, me doy cuenta de que a veces entreabre los ojos pero no me dice nada, como para no tener que forzar un diálogo. Además del color en el rostro y la tersidad de la piel, ha perdido la voz, y esto es lo que más me duele. Solíamos ser el diálogo. Reíamos sin parar en español y en italiano, porque reír en dos idiomas es como reír dos veces. Han pasado casi cincuenta años. La conocí cuando me mudé a vivir a San Luis. Me bajé del tren asustado. Caminé hasta la casa del más jefe de los jefes, había prometido conseguirme trabajo. Vagué por unas horas, totalmente perdido. En la valija llevaba lo poco que no me habían robado pero aún así era demasiado para cargar solo. Me despedí de mi medio hermano con alivio, la mezcla arbitraria de rasgos era un poco inquietante. Extrañé por semanas el bar de Manuel, esas charlas nocturnas con inmigrantes que terminaban en promesas de prosperidad y salud, las dos cosas que estábamos lejos de conseguir. Llegué, a la casa del jefe sintiendo que el mundo se venía abajo y la vi. Ella me recibió en la puerta, menuda pero con buen porte, con unos ojos azules que resisten al paso del tiempo, el ángel que venía a salvar mi desamparo se ha convertido en mártir.

Aquellos años los pasamos tomados del brazo en las calles desérticas de ese pueblo anónimo. Ella mostraba cada uno de sus rincones con la pasión propia de una artista que narra la historia de un óleo. Su niñez estaba impresa como una huella en monumentos, plazas y almacenes. Era la única niñez que teníamos y ella la compartió conmigo. Su madre nos escoltaba dos metros más atrás mientras fingía que acomodaba ropa en un cesto, o verduras en una bolsa…. Era como volver a la casa. De hecho, esto era lo más cercano a una casa que jamás había conseguido. Trabajaba mucho pero bien, dando clases de química en la escuela a la mañana y a los ferroviarios en la tarde. La vida se pasaba rápido, el bar de Manuel parecía un invento de mi imaginación y llegué a dudar de esta pobre mujer italiana que decía ser mi madre.

Ornella. Así se llamaba la joven de ojos celestes y así se llama la pobre mujer enferma que me acompañó toda su vida. Aunque parezcan dos personas distintas. Extraño hablar italiano con Ornella. Ahora Ornella no habla, se ha quedado sin voz ni silencio. Ahora tengo que darle los medicamentos y el almuerzo. Cada vez que lo hago, tres veces por día, es igual: busco el mortero y muelo las pastillas. Levanto su remera en dónde tiene la sonda. Agarro la jeringa, la lleno, apenas si hace un gesto de asentimiento, como avisándome que aprueba este intento de mantenerla con vida. Aprieto la jeringa suavemente. Tarda unos quince minutos. Acá estamos. Así estamos. Ornella ha entrecerrado los ojos. Esta vez intenta decirme algo pero se sorprende de ese ruido en el que se ha convertido su voz y desiste. Lo intenta. Veo que con la comisura del labio sonríe. Decido contarle la historia de Fabrizio y esa vez que casi muero. Creo que palidece. No podría asegurarlo. Me arrepiento. Tal vez es perturbador para ella que hable de la muerte. No me animo a pedir perdón.

querida, voy a dar una vuelta – digo

Agarro con el bastón, el sombrero y los lentes con cuidado de que no se caigan. Es un día soleado. Afuera de la habitación la vida sigue su curso. Me detengo en un banco a recordar. Estremezco al pensar que los mejores momentos de mi vida ya pasaron, solo resta aguardar con resignación la soledad. Tal vez hubiera sido más fácil si Fabrizio esa noche me quitaba la vida. Quién hubiera pensado que el desgraciado tal vez me hacía un favor. Río y descarto la idea rápidamente. El cinismo es la única medicina para sobrevivir a los años. Sigo caminando por la vereda de adoquines de San Luis hasta la plaza. Me siento en un banco y miro a la gente pasar. Un vestido azul a lunares blancos danza frente a mi. Es de una niña. Corretea alrededor de su padre jugando con la irregularidad de los adoquines. Él recoge del piso una piña y se la muestra. La niña sonríe encantada y lo abraza. Están frente al bebedero. Ella hace un gesto con la mano indicando que quiere agua. Ajustan la perilla. El agua borbotea. Es abundante. Seguro que fresca. Agua potable del bebedero de la plaza. El padre la agarra de las axilas y la alza. La niña bebe y se moja la punta de la nariz. Atrás viene una mujer con un vestido color café y un rodete que sujeta su cabellera rosada. Trae un cochecito. Es un modelo un poco anticuado, parece heredado. Y dentro del coche un bebé envuelto en sábanas, casi ahogado. Los veo charlar. Deseo acercarme a hablar. Lo pienso. Me detengo. Hace meses que lo único que presencio es la enfermedad. Cualquier cosa que diga interrumpiría ese momento de cotidianeidad armónica, casi milagrosa. Agarro el sombrero resignado, a paso cansado vuelvo a casa.

Tengo sed. En la cocina abro la perilla con cuidado de no salpicar. El grifo hace un ruido incómodo. Busco un vaso de vidrio. Lo coloco bajo la canilla. Siento el sonido de las gotas de agua sobre el vidrio y después las gotas de agua sobre el agua. Pierdo la consciencia. No calculo bien y se vuelca un poco de agua sobre la mesada. Unas gotas de agua sobre el mármol. El vaso rebalsa. Mi mano tiembla. El agua desperdiciada. Potable pero fuera del vaso. La mano que tiembla y el agua que se derrama. La angustia. En mi mejilla veo dibujarse una lágrima de agua, salada, pequeña, que no daría de beber a nadie, como aquella vez que volví del sanatorio con la sutura de la herida tras la pelea del bar con Fabrizio. También había llorado, como un animal herido me miré al espejo y sentí miedo. Bebo un sorbo del vaso mientras derramo esta lágrima pero siento un sabor raro. Un sabor metálico como el de… me asusto. En un movimiento brusco pero débil tiro el agua del vaso por el lavamanos.