La banda porteña regresó a Mendoza desplegando un espectáculo -a sala llena- en el N8 Show y Bar. Un encuentro especial con adeptos que se acrecientan.

Crónica: Richard Quevedo
Fotos: Alber Piazza

La noche es una jungla negra y resplandeciente. Ciertas entidades, multitud de entidades, conforman un cuerpo que no se condicen, quizá, con lo emergente o lo under, pero el lugar está repleto. Esperanzados, los concurrentes buscan renovar esas energías con canciones que demuestran lo novedoso y resonante. Los Espíritus hace música orgánica, caliente, que pareciera salida de las entrañas mismas de una naturaleza idolatrada en canciones humanas y existenciales. Narran y cantan historias que mueven necesariamente los hilos de la vanguardia, y enmarcan de muchas maneras la reivindicación del rocanrol.

Hay espesor y groove en la música de Los Espíritus, eso es lo especial, se vive en los shows, entre la creación de atmósferas cargadas de encantamiento. Emoción que vierten en historias frenéticamente urbanas sobre peleas callejeras, chicos que aspiran pegamento en suburbios castigados por la miseria y policías que vigilan.

Esta banda, desde hace tiempo, invita a subirse hacia viajes mentales, que trasladan hacia un mar de diversos colores o directamente a la Luna, a darles cabida a perros viejos, a las periferias donde conviven seres misteriosos. Esos rincones perdidos de Buenos Aires, como también lo describen en el escenario del N8, son precisos e impredecibles, aunque hacen de la vida una realidad menos monótona y asfixiante.

Las voces de quienes comandan el barco exploran la pasión y el despojo y nos sumergen en ese juego de ir y venir por calles entremezcladas entre el letargo y la fascinación. Pero no todo termina ahí, el brotar de esas penurias que iluminan a otros, refuerzan el sentido de pertenencia, y la base rítmica, junto a la guitarra ultrapsicodélica de Miguel Mactas, completa el círculo de precisión.

Los Espíritus matizan sus cuerdas y golpeteos acorazonados con sabor latinoamericano y de lucha. La banda apenas ríe, levemente usa las palabras que dan las gracias, poco dice con la verba que caracteriza a los músicos del Mainstream. Acaso el mejor reflejo de la noche, que hace avistar prontamente el verano, aparece en el momento en que muestra con total soltura la pasta de clásico, un glorioso ejercicio poético que transforma el horror en belleza.

A veces, seguramente pensamos que el rock, como expresión, termina en generaciones brillantes, aquellas que hicieron canciones con la inmortalidad de nuestras vivencias que denotan, sin medias tintas, esa tristeza y el desvío de muchas almas que deambulan en la calle. Los Espíritus, como sonido, lírica y riffs que dominan el mundo de la percepción, vino a rescatar, en medio del desastre y el sinsentido, la palabra por encima de eso que llamamos pompa mediática.

Es una banda joven que tiene millones de vidas en las canciones, regadas hoy, una a una, con líquido etílico y sustancioso pero, sobre todas las cosas, empujadas en el afán de conjugar los embrujos. Irradian un público creciente, lo multiplican por miles. La banda se extiende y hace cuerpos de carne y hueso.

Así, como de la nada, mientras los bondis doblan menos feroces por la calle Godoy Cruz, caminan dos espíritus por la vereda donde para el 87. Entre el cansancio y la nocturnidad les grito: “¡Estuvo tremendo, gracias!” “¡No, gracias a vos por venir!”, me devuelven sus voces en tránsito, con ese auténtico grito ensordecedor y poético del under.