El jueves pasado se presentó el libro biográfico de María Assof de Domínguez, nuestra Madre de Plaza de Mayo. El emocionante encuentro en el sindicato de los trabajadores ferroviarios, colmado por referentes sociales, políticos y de derechos humanos, contó con la presencia del abogado, escritor y periodista Ulises Gorini, autor del prólogo de María en primera persona, editado por Cieneguita Cartonera, que transcribimos en esta nota.

Fotos: Coco Yañez

María Assof de Domínguez jamás había imaginado convertirse en una figura pública y, mucho menos, en protagonista de un libro.

Desde su nacimiento, el 30 de setiembre de 1931, estaba sentenciada a seguir  el modelo establecido por la cultura dominante para la mujer: casarse, tener hijos, dedicarse casi exclusivamente a las tareas domésticas y, y como millones de mujeres, morir en el más absoluto anonimato. Pero paradójicamente un hecho terrible, pergeñado por los mismos sectores dominantes que pretendieron determinar su vida, torcería ese destino.

Hija de Muntaha Elheneine, Juana, y de Milad Assof, inmigrantes sirios ambos,  María había crecido junto a sus ocho hermanos en una familia humilde, de pequeños comerciantes minoristas, que le señaló como un designo natural e inevitable los pasos que debía dar. Atravesó los siete grados de la escuela primera, estudió corte y confección, hizo algún trabajo ocasional para ayudar con unos pesos extra a sus padres, se casó y tuvo dos hijos, el mayor Osiris y el menor Walter. 

Su vida debía consumirse en el hogar y, quizá, su mayor felicidad habría sido terminar sus días rodeada de nietos.  Pero el 9 de diciembre de 1977 un golpe imprevisto caería sobre ella y frustraría sus sueños.

Como un huracán que arrasa y se lleva todo lo que encuentra a su paso, un grupo de hombres fuertemente armado irrumpió en el lugar donde se encontraba su hijo Walter y se lo llevó para siempre.

Walter había sido secuestrado junto a su esposa, Gladys Castro, embarazada de pocos meses, en su domicilio de la localidad de Guaymallén, provincia de Mendoza, por un grupo de tareas a las órdenes de la dictadura instalada el 24 de marzo de 1976. Ambos eran militantes del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML), uno de los grupos de la izquierda revolucionaria que estaba en el centro de la represión desatada por el régimen, blanco predilecto de una de las armas de aniquilamiento más siniestras: la desaparición forzada de personas.

María y Ulises Gorini.

Pero, por entonces, aquella arma no solo no tenía nombre, sino que nadie sabía que hacer frente a ella. Aunque había sido implementada por las fuerzas armadas francesas en la lucha contra el movimiento de liberación de Argelia, a mediados del siglo veinte, y posteriormente utilizada en Guatemala y en Chile, nadie había percibido su especificidad como método represivo y ni siquiera existía una palabra para denominarla.

Desde el primer momento, sin embargo, María inició la búsqueda de Walter, de Gladys y de su nieto o nieta. Pero, ¿qué hacer frente a lo desconocido? 

En la búsqueda de una respuesta encontró a las Madres de Plaza de Mayo. Inmediatamente se identificó con ellas, con la fuerza y la intensidad de quienes que se reconocen en un mismo dolor.

Y así empezó a recorrer un camino que la transformaría en otra mujer, muy distinta a la que se esperara que fuera y que había sido hasta aquel fatídico día.

“Nunca hubiera soñado, ni de lejos que iba a tener que hacer esto”, explicará María.

Muy poco de lo que había aprendido hasta ese momento le servía para afrontar la dramática situación. Peor aún, la mayoría de lo que le habían enseñado parecía atraparla en un corset que le impedía actuar.

La impulsaba el amor, claro. Pero ¿cómo vencer todo lo que la ataba a los viejos prejuicios contra la mujer que trasponía los límites de su hogar y, para peor, se involucraba en la política, aunque fuera para defender a su hijo?

No todas las madres de desaparecidos, lamentablemente, pudieron vencer esas barreras. Muchas quedaron apresadas a las viejas trampas que desde hace siglos reproduce la cultura patriarcal.

 

 

“Yo no me imagino a la virgen María gritando y vociferando en una plaza como lo hacen las Madres de Plaza de Mayo”, dijo una vez un capellán castrense de San Luis que repetía una interpretación domesticada y sumisa de la madre de Jesús.

Ni domesticada ni sumisa, María es hoy una Madre de la Plaza. La Plaza de Mayo, en Buenos Aires, la de San Martín, en Mendoza, y la de cualquier lugar del mundo en la que  haya que luchar.

 

 

María junto a su nieta Claudia Domínguez Castro.

Quizá uno de los momentos más apasionantes de la transformación de María es la del instante en que se decidió a tomar la palabra. 

“Yo nunca me imaginé que algún día podría hablar en público. Yo he sido bastante tímida. Tuve que empezar a la fuerza, no porque yo quisiera”, cuenta ella misma. “La primera vez que me largué sola a hablar, sentí una libertad muy grande, porque a mí no me gusta leer lo que tengo que decir, entonces cuando comencé a hablar sentí alegría y libertad de no tener que tener en la mano un papel para comunicar lo que quería comunicar, era mi propia palabra que se hizo pública”. 

Desde entonces no ha dejado de hablar.

Escucharla es una experiencia fascinante.