Texto: Julio Rudman | Foto: Seba Heras  

 

A Juan Sasturain

He imaginado varias formas de contarlo, pero como no es verdad, todavía (aunque sí verosímil, muy verosímil), prefiero elegir la más directa, la más sencilla.

Lo voy a matar. Aún no sé cómo. Por mi condición, no puedo disparar ni empuñar un arma blanca (ni de cualquier otro color). Ni hablar de un envenenamiento. Para eso necesitaría sentarme con él a la misma mesa, compartir un café o -se me revuelve el estómago de sólo pensarlo- participar de una comida. Como lo dije alguna vez, con esa gente ni el saludo. Descarto por improcedente y cursi la eventual contratación de un sicario. Son métodos de literatura barata y Juan no me lo perdonaría. Entonces, no sé, pero algo se me va a ocurrir. Eso sí sé.

Quizá disimular un accidente. Citarlo cerca de un puente ferroviario y empujarlo casi como un traspié inevitable. Aunque corro el riesgo de que se considere homicidio culposo y quiero que se note que fue intencional. A diferencia de Wakefield sí sé por qué lo hago. A diferencia de Bartleby prefiero hacerlo. Que Hawthorne y Melville me perdonen. Y que Juan me ampare.

Aunque no busco ningún predicamento público es muy probable que el caso se viralice, como dice la muchachada. Busco la paz, mí paz, no esa espantosa manía de que pidan hacerme notas, reportajes o interpretaciones “pseudopsi” de mis colegas, hambrientos ellos sí, de fama berreta.

Sabré arreglármelas con el asunto. Mientras leo “El último Hammett” empiezo a “ver” el método. Pero no voy a revelarlo, no tiene importancia. Este no es un cuento policial convencional, si tal cosa existe aún. Es, en todo caso, el relato de un sacrificio patriótico que, además, me ayudará a vivir los años que me quedan como siempre soñé.

Todo crimen es político. No importa la condición de la víctima y tampoco del victimario. Es posible que lo mío sea un gesto de egoísmo, pero también quiero creer que una sensación colectiva de alivio recorrerá el territorio y, sobre todo, los corazones de mujeres y hombres cualquiera sea su condición social, siempre que tengan un arraigado espíritu de justicia.

Me juzgarán, mi abogado defensor cumplirá el rol pactado de conseguir una sentencia equitativa (después de todo le habré quitado la vida a otro ser humano), dura y definitiva. Negociará con el fiscal, el jurado y sus señorías que, teniendo en cuenta mi edad y la condición física crónica de la que padezco (nací sin la pierna y el brazo derechos: soy zurdo por partida triple), accedan a que cumpla la condena en prisión domiciliaria.

Entonces sí, podré dedicar mis días a leer a destajo los libros que ocupan casi todas las paredes de mi hogar y que esperan, me esperan, desde siempre.

Se despertó de manera abrupta (el viento cerró la ventana con un estrépito extraño), levantó las muletas que dormían junto a él, se incorporó con la dificultad de siempre y supuso que ella lo esperaba en la cocina. Los libros alfombraban el pasillo, desquiciados y con sus tapas húmedas de sangre fresca.

Cuando se asomó vio el arma que lo apuntaba y nunca supo si lo mató la mujer flaca o El Minúsculo, el muerto del sueño.

 

 

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