Mariano Mari, autor de Lo blanco en el ojo, publicado semanalmente en EL OTRO, realizó una exposición de su obra en una conocida cervecería de Mendoza. Lo que no esperaba Mari era que alguien se llevaría, sin comprarla ni pedirla prestada, una de sus obras. Los encargados del espacio fueron muy claros desde el principio: no se harían cargo de la desaparición de cualquier ilustración. ¿Quien roba arte puede ser considerado un delincuente? ¿Cuánto vale el arte para el artista, para el espacio que lo expone o para el ladrón? Preguntas que tal vez no tienen respuesta, pero que Jo Thomatis intenta reflexionar en un cuento.

La obra que desapareció

Querido artista:

Me encomiendo a escribir esta misiva con el motivo de confesar que cometí un delito. Un delito que a nadie le importa y por el que nunca me condenarían, así que ¿cuál delito al fin? Mi nombre es irrelevante, soy una mujer casada, encomendada a Dios por sobre todas las cosas. Mi nombre es irrelevante.

No me confunda con una ignorante, se lo ruego querido artista, siempre supe disfrutar de las artes mayores. En los tomos de la Enciclopedia que mi padre guardaba celosamente en su biblioteca, pasaba horas buceando páginas en busca de los grandes nombres de la pintura europea, que siempre estuvo un paso adelante del resto del mundo.

No soy una delincuente, soy una mujer tranquila, derecha y humana. ¿Sabe que cuando era adolescente iba a la librería técnica a comprar pinceles y grafitos de todos los tamaños a escondidas de mi padre? Esto que le cuento no lo sabía ni mi marido. No tenía nada con qué pintar, jamás me animé a agarrar una hoja para dibujar, ¡qué pérdida de tiempo! Pero qué hermosos se me hacían los pinceles con sus cerdas suaves y cuántos mundos posibles se encerraban en esos lápices…

Soy vieja pero no soy tonta, no se preocupe, no voy a explayarme mucho más acerca de mi vida ya que mi intención no es aburrirlo. Me enteré de que usted se está preguntando por qué alguien se robó una de sus obras expuestas, que quiere saber si su arte vale o cuál fue el motivo del ladrón. Parece no preocuparle recuperar el material, me imagino que debe tener un buen pasar económico, entonces. Yo le voy a explicar por qué hice lo que hice.

Era domingo y salía de misa a la tarde, voy sola porque soy viuda y siempre intento irme rápido por miedo a que algún delincuente me saque la cartera. En el camino más corto a casa hay pocos lugares abiertos un domingo pero ¿usted me puede explicar cómo es que existe una cervecería en la que ya están todos tomando a las 7 de la tarde? Me parece una locura.

Con ese lugar me crucé cuando volvía de misa el pasado domingo y la curiosidad pudo más que mi miedo a los malvivientes. Entré para ver un penoso espectáculo: jóvenes y adultos riendo a carcajadas o debatiendo acaloradamente sobre cosas que para mí no tienen ningún sentido. Exploré el lugar sin que nadie se percatara de mi existencia, me aturdió la música, me repugnaron los gritos. Subí una escalera que llevaba a otra escalera y llegué a lo que parecía, en principio, una exposición de arte.

Desde ya le digo que lo que usted hace no es arte: es un insulto a la moral y a los grandes artistas de la Enciclopedia de mi padre. Casi me desmayo cuando recorrí su exposición, hoy en día cualquiera puede hacer un dibujo pornográfico y que eso sea considerado arte. Me hirvió la sangre. Cada uno de sus garabatos me resultó aberrante, pero especialmente uno, que me atrapó en un extraño pensamiento.

Este dibujo me hizo recordar el día que le pedí a mi padre comenzar clases de pintura y su respuesta fue enviarme a clases de costura.  Pude rememorar, por un breve instante, la tarde en que mi amiga Elba me dijo que me amaba y yo la rechacé con la mirada esquiva y llena de lágrimas. Me acordé porque antes de ese día en que no volvería a verla nunca más siempre nos imaginaba a las dos escondidas del mundo en una cáscara de nuez cuando nos reíamos sin vergüenza mirándonos a los ojos.

Me enojó mucho su dibujo, querido artista, por eso decidí llevármelo. No fue un robo, fue un recordatorio para usted: tiene que saber que su arte no vale nada. ¿Cómo es posible que un cualquiera que agarre una hoja pueda ser considerado artista? A mí ni siquiera me dieron la oportunidad de seguir los pasos de los verdaderos referentes de las artes mayores, pero ahí está usted, exponiendo sus porquerías.

Ni yo ni nadie debería dar un centavo por una obra suya, por eso lo que hice no podría ser considerado un robo. Estoy segura de que ni siquiera se va  hacer cargo la galería de su pérdida. Sus obras no valen nada, a nadie le importa la desaparición de su cuadro. Yo no daría un centavo… Para lo único que sirve su ilustración, querido artista, es para que una vieja viuda la mire colgada en la pared frente a su cama y reviva los recuerdos de todas las versiones de sí misma que jamás pudo ser.

 

No me arrepiento: No se negocia

El patio de los relatos #4: Introducción, nudo y desenlace