Hoy: Sancho y esa cosa loca llamada amor

Por Manuel García
Foto: Ser Shanti

“Las palabras como violencia rompen el silencio, irrumpen con estruendo en mi pequeño mundo, me resultan dolorosas y me atraviesan. Oh my little girl ¿no podés entenderlo? Todo lo que siempre quise, todo lo que siempre necesité, está aquí en mis brazos. Las palabras son muy innecesarias, solo pueden hacer daño. Disfrutá el silencio”.

Depeche Mode

 

Con mi pareja hemos ido al cine a ver la película Bohemian Rhapsody, de un director que se apellida Singer. Nada mal. Nada bien. De regreso a casa y luego de una cena rápida afuera, no tengo ganas de exponerle el argumento del largometraje a Sancho quien ha encontrado dentro de un ajado libro de Curzio Malaparte un poema que he escrito hace tiempo ya. El papel amarillento se encuentra sobre el escritorio de la biblioteca, un poco babeado por el animal que ríe desfachatadamente. Mientras mi compañera lleva a la niñera a su casa, le pregunto al perro si quiere ir a pasear. Me responde que prefiere quedarse en el patio simplemente charlando. Hay materia fecal canina cerca de la pared sur del patio y el viento trae el hedor a mis narices. El niño duerme el sueño de los justos desde las diez de la noche. Enciendo un cigarrillo y observo la cara ebria de la luna. Sancho me pide que lea el poema. Le contesto que de ninguna manera. Finalmente me persuade no sé de qué forma y procedo. Siempre caigo en la autorreferencialidad. Sancho, como hábil lector de lírica en proceso de formación no formal, sentencia que el poema es muy malo, redundante, que cae en lugares comunes, y que además revela golpes bajos como en una canción barata de Ricardo Arjona. Poco me importa la crítica perruna ya que no me considero para nada un hombre de la lira. El can se detiene en el verso final que dice “por siempre y para siempre”, y me mira sonriendo burlonamente con toda su racionalidad en los dientes. Le aclaro que nada es para siempre, aunque duela pensarlo, todo inevitablemente tiene fecha de vencimiento, todo cae por su propio peso. Me gustaba cuando escribías acerca de moscas que se posaban en cuerpos dormidos dentro de habitaciones oscuras en edificios derruidos, ante un clima de humedad pegajosa y cerveza tibia; o cuando hablabas de drogas y fantasmas como en un fluir de la conciencia, me apunta Sancho. Lo cohíbo suavemente respondiéndole que deje de leer tonterías y que de momento se dedique a los clásicos. Por qué se enamoran ustedes, inquiere el animal lentamente. Qué sé yo Sancho, uno va buscando compañía permanentemente para soportar la realidad, ya sea dentro de la heteronorma o en la disidencia de género, aunque existan momentos en que esa realidad se haga insoportable, atino a responderle. No sé che, agrego mirando a algún punto fijo de la noche, emergen sensaciones tan lindas en ese proceso que te hacen flotar, como esa en la que el sol brilla más y mejor en un día normal. Añado que hay marcas del pasado que quedan en la piel como un tatuaje que va y viene, como un tatuaje falso. Todos, de alguna extraña manera, hemos sentido la alucinación de haber perdido nuestro Grand Slam al momento de terminar una relación amorosa, cuando en verdad cada cual puede volver en otro período a jugar otros torneos y así va la cosa. Sancho me dice que Eros siempre ha sido un dios menor y sobrevalorado, en cambio Afrodita, la diosa del Deseo, es otro tema porque el deseo no se detiene jamás, bueno, solo ante el último estertor, complementa el animal que nunca ha estado en contacto con la muerte pero ya maneja el concepto a tientas. Las emociones, le digo, encuentran su lugar en el cerebro y no en el corazón, aunque esa caprichosa metáfora cultural del cuore como motor del amor me cale hasta los huesos y me proponga a diario interpretar ese papel. Ya es demasiado tarde para retroceder a los feroces años de escepticismo. Por un momento me siento amenazado y cito al escritor argentino ciego,  “…el nombre de una mujer me delata / me duele una mujer en todo el cuerpo”. Pura metáfora nauseabunda y silencio inquietante. Sancho huele ansiedad en mí, y para atenuar la atmósfera, me pregunta por la película que vimos, esa del cantante de rock. Le contesto que es como la de Edith Piaf pero con un protagonista que muere de VIH. Ah, me contesta, y los dos nos quedamos extáticos con los ojos fijos en el cielo, esperando que regrese mi pareja. Mirando al cielo me siento un vagabundo de las estrellas y un enamorado de la luna, siempre de ella, siempre de ese cuerpo celeste que ríe con todos sus cráteres en la melancolía de la trompeta de Chet Baker y de la tenue noche. Demasiada luz en una temporada de amor invariablemente termina por cegarnos.

+Sancho y todo lo demás