Hoy: Sancho y la edad de siempre

Por Manuel García
Foto: Seba Heras

Es un día hermoso, ha dejado de hacer frío, y con Sancho hemos salido al patio trasero a beber de ese dios imponente que se nos presenta en su majestuosidad, lamiéndonos la cara mansamente y dándonos dulce ardor. Cuando era niño pensaba por qué soy yo y no otro. Luego de días y días de frío en los que la casa ha permanecido cerrada, he decidido abrir las ventanas para que la misma respire aire puro. Hemos salido además con mi pequeño hijo que está dando sus primeros pasos, y también sus primeras caídas. Eso se llama experiencia. El perro y yo nos quedamos alelados mirando al Pequeño Ser, sin percatarnos del peligro de que el niño pueda caer a la pileta vacía, o que se pueda pinchar con el cactus gigante del rincón izquierdo. Ambos nos hemos detenido a pensar en la edad de siempre, en ese finito camino que nos aleja de ese paraíso que nunca será lo que fue, pero que invariablemente será de siempre. Ambos estamos algo obnubilados ante esa mañana, me restrego los ojos. El niño sigue dando vueltas y más vueltas alrededor de la pileta. Recuerdo cuando era niño. Sancho recuerda cuando era un cachorro recién nacido y meaba y cagaba por toda la casa. Cuando era niño pensaba por qué soy yo y no otro.  En ese recuerdo le comento a Sancho anécdotas, le hablo de seres que ya no están y que por eso son parte de la memoria. Le describo casas viejas y barrios olvidados,  escuelas que están y seguirán estando y que el trascurrir de las mismas ya no depende más de mí. Sancho hace emerger de su memoria una noche que le pegué con una hoja de diario enrollada sobre el lomo porque había estropeado los libros más bajos de nuestra biblioteca familiar (por suerte que eran libros de García Márquez). Sancho cree ingenuamente que ha crecido. Yo lo sigo en la ingenuidad y creo lo mismo. Los dos estamos serenados, contemplando una mañana como tantas otras, pero con tanto de especial. Sancho se ha desparramado placenteramente sobre el triste pasto de finales de agosto. Yo, desparramado también sobre la reposera con un cigarrillo entre los dedos, encuentro paz. En esa quietud  que es la de nuestros cuerpos, el Pequeño Ser sigue deslizándose de un lado a otro, mientras tanto el mundo gira sobre su eje, y no parece, porque nos hemos instalado en esa visión de la edad de siempre en la que es imposible crecer, en la que es impensable la pérdida de todo lo que nos rodea, la familia, la casa, el barrio, los amigos del barrio, la escuela, la Señorita Edith de primer grado, los juguetes, las comidas, el trabajo. Toda la edad de siempre. En ese instante todo emprende a girar, como en una cruenta borrachera sin fin, pero hago un esfuerzo y me detengo, me levanto de la poltrona y le repito dos veces a Sancho la frase de un rapsoda: la niñez es la patria de los poetas. Espero que así lo sea para mi Pequeño Ser. En tanto aprovecho ese resorte para reintegrarme a las tareas cotidianas y además para curar a mi hijo con algún líquido del botiquín, preferentemente un antiséptico, porque de tanto andar y andar se ha clavado una espina de cactus en el dedo índice y llora tan fuerte que los vecinos de al lado van a llamar a la puerta pensando que ha ocurrido una tragedia.

 

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Sancho y todo lo demás #1