Hoy: Sancho y las risas alocadas

Por Manuel García
Foto: Ser Shanti

 

“Girá tu reloj,  da vuelta tu reloj unos cien mil años. Te voy a ver por la tercera pirámide. Ah vamos, es cierto. Para mí en Mesopotamia vamos a encontrarnos.  Antes de hablar debo leer un libro. Pero hay una cosa que sí sé, hay muchas ruinas en Mesopotamia.”

 B 52’s

Llego a casa cerca del mediodía. Observo a mi hijo y a Sancho frente al TV, viendo Les Schtroumpfs, algo difícil de pronunciar, por eso los hispanohablantes les llamamos Los Pitufos. El niño dice papá, y al instante, papá pitufo, mientras el perro se muestra cansado de pitufar frente al televisor y se va a la puerta de calle. Quién pudiera vivir una temporada bajo los hongos Amanita Muscaria, mascullo a media voz y nadie me oye. Clara me besa y me informa que en cuarenta minutos debemos marcharnos, y ese es más que tiempo suficiente para pasear con el perro por el espacio verde. Sancho comienza a buscar hongos a los pies de los árboles, mientras afirma que la explicación de John Lennon acerca de su canción  Lucy in the Sky with Diamonds es algo tonto, que podría haber dicho directamente a la sociedad pacata de ese tiempo que estaba hablando de la dietilamida de ácido lisérgico. Ah, claro, le respondo, la sigla en alemán Lysergsäure-Diethylamid de la sustancia semisintética, y agrego que la mojigatería es un componente necesario en toda sociedad. Por unos segundos me quedo en silencio y le expreso al perro que tiene una visión parcial de la psicodelia, porque la vincula solamente con la contracultura de los años sesenta. El perro permanece buscando hongos. Me equivoco terriblemente, la perspectiva de Sancho es mucho más amplia, porque sabe que las sustancias psicotrópicas y alucinógenas siempre se han manifestado como el sacramento entre los dioses y los hombres, y a la vez contienen valiosísimas pistas sobre el funcionamiento de la mente. Una voz autorizada es la de Richard Evans Shultes, le digo al perro que continúa buscando hongos o pitufos, un biólogo de la Universidad de Harvard que luego de leer un librito de Henrich Kluver, El mescal y los mecanismos de las alucinaciones, se embarcó durante años en la búsqueda de plantas psicotrópicas y alucinógenas, primero en el Sudeste Norteamericano, y luego en el Norte de México, hasta llegar al Amazonas. El perro me mira levantando una pata en un árbol y me dice que ese científico del que le hablo razonó a la mescalina como el ingrediente activo del Peyote, y a la vez, su liturgia para curar de manera física y espiritual o para contactar con la realidad sobrenatural. Así es, le digo, ese cactus, ofrecido como una especie de oblea de comunión, ya había sido prohibido por los españoles durante el siglo XVI, después de pasar por armas a la mayor cantidad de sacerdotes aztecas. El prohibicionismo y la muerte como telón de fondo, aclara Sancho sin quitar la vista del suelo. Como siempre, le respondo, pero del otro lado del Atlántico, Albert Hofmann que trabajaba en los laboratorios Sandoz de Basilea, logró sintetizar en 1938 el cornezuelo, un hongo parásito que crece en el grano del centeno, en su búsqueda de componentes activos de plantas medicinales para la producción de medicamentos, y cinco años después, este científico, fue el primero en experimentar un viaje de LSD, dando lugar al más famoso de los paseos en bicicleta, cuando a media tarde salió del laboratorio para dirigirse a su casa, luego de una dosis minúscula que describió como una ligera agitación, algunos mareos, un torrente ininterrumpido de imágenes fantásticas y formas extraordinarias con un intenso juego de caleidoscopios de colores, en fin, la sensación de haber vuelto a nacer, que no duró más de dos horas. Sancho olfatea y olfatea y yo continúo parloteando para llegar a la parte que le interesa, en la que los tranquilos años cincuenta del sueño americano y de la posguerra, y los principios de los sesenta se vieron sacudidos por el rock and roll, la contracultura, y un psicólogo, investigador y profesor de Harvard, Timothy Leary, que creía en la democracia y en masificar el ácido mediante un experimento social. Fue el período en el que  las plantas alucinógenas pasaron de las manos de los chamanes a las mentes jóvenes de las masas por medio de una síntesis de laboratorio, me interrumpe Sancho. Algo así, le digo, porque dejó de existir la necesidad atravesar kilómetros para inducir la conciencia a experiencias místicas en el marco de ceremonias ancestrales, ya que el vehículo hacia otros reinos se encontraba a la vuelta de la esquina en forma de minúsculas pastillas que aún no eran ilegales; unos pocos años atrás el LSD había viajado a algunos institutos psiquiátricos con el nombre de Proyecto MK Ultra, hasta llegar a manos de la CIA y el Ejército, que vieron un posible nuevo agente para la guerra no convencional, y en 1962, el Congreso de Estados Unidos aprobó una nueva normativa sobre fármacos en la que se prohibía el LSD mediante el timorato discurso progresista que no veía con buenos ojos el creciente ascenso de los movimientos ecologistas, ni la conquista de nuevos derechos civiles, ni el feminismo. Pero el genio ya había salido de la lámpara con los sesenta como trastienda, me apunta Sancho observando algo que se parece a un hongo pero que no lo es, y al rato me pregunta si ese progresismo melodramático no intenta exponer la práctica medicinal y la práctica recreativa como pares opuestos. Y sí, le respondo, en el fondo todos queremos sanar, y a la vez un recreo, ya que el arte de la medicina reside en saber cómo adoptar la proyección de las creencias de un paciente y reflejarla de tal manera que aumente las posibilidades de su curación. ¿Prozac o ayahuasca?, pregunto al momento que el perro sale corriendo detrás de unos pájaros. Los seres humanos tenemos un instinto innato para experimentar otros estados de conciencia, pienso mientras enciendo un cigarrillo, en los que se pueden dar experiencias negativas y positivas como dos caras de una misma moneda, porque todas las drogas tienen un potencial destructivo y constructivo. Las ideas fijas y la certeza de que el mundo es únicamente como pensamos que lo observamos no es más ni menos que es ver desde la rendija de nuestra caverna interior, hay infinidad de otras formas extraordinarias en las que podemos habitarlo. Si la psicodelia fue la hija no deseada de Shultes, me dice Sancho un poco agitado volviendo hacia mí, para Hofmann fue la hija problemática. Shultes nunca entendió el hippismo, le digo, y cuando el escritor norteamericano William Burroughs le describió su experiencia con la ayahuasca en Colombia como aterradora, el botánico le respondió sencillamente que él solo había visto colores. Te das cuenta, le señalo, lo que para algunos es algo pavoroso, para otros es la apertura de los filtros de la percepción. Volviendo a casa, espero que Sancho entienda el camino de un narcótico que escapó de la prohibición de la Ley de Sustancias Controladas, y que en esta tierra del sol y del buen vino se le rinde culto como a un dios legalista que protege los intereses de cierta industria y que se manifiesta a los mortales una vez al año en una celebración higienista dentro y fuera de un anfiteatro rodeado de cerros, mientras que las risas alocadas, colmadas de sinestesia y alucinación, continúan en la senda de la apostasía.

+ Sancho y todo lo demás