Hoy: Sancho me dice que siga participando

Por Manuel García | Foto: Ser Shanti

 

“No me dejes libre, soy de lo más insoportable, solo con mi Librium  y mi tratamiento de electrochoques hacemos tres. Porque prefiero jugar aquí con todos estos dementes, antes que perecer con los hombre tristes que deambulan en libertad. Y prefiero jugar aquí con todos estos locos porque estoy bastante contento, son todos sanos como yo.”

David Bowie

 

Es el sexto alfajor de maicena que comés, me dice Sancho con el tono de una observación rectora. Estoy alimentando mi apetito insaciable que nada tiene que ver con el consumo de nutrientes, le rebato, a veces me sucede también con esa sed que nunca se acaba y que me invita a no parar de beber; debo tener bajos los niveles de serotonina. Añado que la gula es en muchos casos un imperativo biológico, o también puede ser la aparición de ese alter ego glotón, o simplemente el lado oscuro donde no podemos encontrar el interruptor para parar de comer. El perro bufa y me pregunta si otra vez voy a hablar monótonamente acerca de los siete pecados capitales, agregando que ya lo hice en el # 27, y que no es bueno repetir temas. Te he observado en algunos eventos de glotonería, le señalo, sobre todo cuando eras cachorro y devorabas plato tras plato de comida sin control. Ah, balbucea el canino. Claro, le comento, y sin embargo nunca actué dentro de los límites que plantea la cacomorfobia. ¿No es obesofobia?, me pregunta. No, le respondo, la primera fobia hace referencia a los ataques de pánico que puede sufrir un individuo ante el pensamiento o la visualización de una persona con sobrepeso, y la segunda, también llamada procrescofobia, es el miedo a engordar. La gula como pecado, declamo encendiendo un cigarrillo apoyado en la ventana que da al patio. Los animales no pecan, le explico, desde la Diosa Razón se les puede atribuir esa entidad, pero a juzgar por tu cara, si tu duda viene referida a qué animales puedo ubicar dentro del pecado de la gula, mi respuesta inmediata me transporta a los buitres, porque esas aves rapaces son las que mejor representan la glotonería, a veces cazan su comida, pero sus platos favoritos son los animales muertos y a menudo podridos, y los consumen con rapidez porque el escenario carroñero es muy arriesgado y a veces no pueden tomar vuelo, por ello vomitan, como lo hacían los romanos en los banquetes para seguir llenándose vorazmente el estómago. ¿Hay otro animal goloso?, indaga Sancho. Ah, las ávidas langostas que se mueven en enjambre, le respondo, y que pueden conducir a catastróficas plagas de índole bíblica. Nacen siendo saltamontes consumiendo su peso corporal cada veinticuatro horas, y eso es la ruina a escala épica de las grandes extensiones de cultivos, porque parecen surgir de la nada. Cuando la población de saltamontes se convierte en excesiva para los recursos que la rodean, continúo, en lugar de morir, se transforman, ya que la escasez de alimento produce estrés entre estos insectos, contactándose entre sí por medio de sensores en sus patas traseras que producen un punto crítico de serotonina. Ese es el paso de la fase individual a la fase gregaria, que me remonta directamente a las migraciones masivas vinculadas con las hambrunas, porque cuando no hay comida, las langostas se vuelven caníbales, lo que quiere decir que en momentos de desesperación, surgen medidas desesperadas. Ambos salimos al patio. Sancho bebe agua, entretanto enciendo otro cigarrillo. La serotonina, que no recuerdo si es un neurotransmisor o una hormona, le digo al perro con un tono muy cercano a un academicismo forzoso, se encuentra mayormente en el tracto gastrointestinal, en las plaquetas de la sangre y en el cerebro, y modula el estado de ánimo, el apetito, la sexualidad, la agresión y la memoria. Cuando hay estrés, su concentración se ve reducida. La dopamina, en cambio, también llamada la hormona de la felicidad, es una sustancia química que interviene en los receptores de placer del cerebro y se libera en situaciones satisfactorias, estimulando al individuo hacia la búsqueda de aquello que le ha proporcionado esa sensación. La comida, el sexo y las drogas estimulan su liberación en el cerebro. Cuando comemos la dopamina fluye. Ser gordo ha sido en el pasado un símbolo de status social y bienestar, y a la vez ha sido condenado como debilidad moral. Esa es la dura batalla con nuestro funcionamiento cerebral, porque ya no comemos solo para sobrevivir, por eso las personas estresadas buscan en el infierno culinario de las comidas hipocalóricas el trampolín para sentirse mejor. La gula es el pecado que nos ayudó a sobrevivir en nuestra larga etapa evolutiva, por eso le pido a Sancho que me ayude con el título, ya que no se me ocurre ninguno. Ok, responde, “nombre propio + conjunción copulativa + la gula”. No, le digo, demasiado repetitivo. “Nombre propio + conjunción copulativa + la fobia a las grasas”, enuncia. No, le respondo, no queremos discriminar a las personas con sobrepeso. “Sancho y las drogas que alimentan”, me expresa. No, le respondo, creo que no tiene nada que ver. Bueno, seguí participando, me dice el canino como lo anuncian las leyendas en el reverso de las tapitas de las bebidas azucaradas, mientras se va enojado al interior de la casa. Pienso en ese tipo de promociones que afloran en los desgastados tiempos de crisis económicas, como así también en los programas de TV de concursos ridículos y de preguntas y respuestas. Pienso además en irme, pero antes de hacerlo dejo proyectándose la película La Grande Bouffe de 1973, dirigida por Marco Ferreri para que Sancho pueda visionar una pantagruélica orgía gastronómica filmada por el arte denominado número siete. Pero es difícil que la vea, porque hace días lo dejé viendo ese mismo film y no sé por qué razón el canino tocó algún botón del control remoto y terminó viendo la temporada completa de un programa televisivo conducido por el escritor Federico Andahazi, y creo que ese suceso lo traumó de alguna extraña manera. Va a ser más seductor para el animal echarse en el pasto del patio simplemente a pensar, mientras espera mi regreso para dar nuestro paseo periódico por el espacio público de Godoy Cruz, en el que mezclamos los más diversos géneros discursivos como un fenómeno meramente dialógico y delirante a la vez, que nos guía constantemente a la hibridación del azar y al mentado encanto lúdico.