Por Julio Semmoloni

Alguna vez el kirchnerismo gobernante de los comienzos necesitó expandir su base electoral propalando una consigna de generosa apertura política: “No debemos preguntar a la gente de dónde viene, lo importante es saber a dónde quiere ir”. Traicioneros, desertores y acomodaticios conspiraron diluyendo esa hegemonía franca, quizás porque la impetuosa convocatoria no fue contrastada con este otro dicho de ocasión: “Dime de dónde vienes y te diré adónde vas”.

En los últimos días, aquí y desde Europa, Cristina se ha expresado en términos similares al convocante llamado durante aquellos tiempos de transversalidad. Sería necio desdeñar las razones menos visibles de la actual estrategia de la ex presidenta. Ella sabe muy bien que el proyecto kirchnerista sólo funciona cual efectividad conducente desde el poder formal, o sea, a partir de un liderazgo sustentado desde lo institucional. Para eso hay que ganar todas las elecciones, el objetivo de máxima prioridad.

A pesar de que como eventual candidata mide mejor que nadie, y cuando se la empareja con Scioli ambos apabullan a los demás binomios, el kirchnerismo tiene buenos motivos para recelar del resultado de octubre. Viene de perder las legislativas de 2013 y las presidenciales de 2015. El síndrome de otra derrota lo inhibe de confiar en su propia fuerza. De modo que aun sosteniendo una posición contraria a esta sumatoria indiscriminada, cabe igual atender dicha condición señalada (volver a la victoria) como aparentemente ineludible.

Surge entonces el dilema entre ganar esta vez a como dé lugar o esperar otra oportunidad más propicia. Siguiendo esta línea de razonamiento, es obvio que los comicios de 2019 deberían ser más decisivos que esta elección de medio término. Por lo tanto, quienes tributan a la corriente de aguardar la instancia precisa, dirán que la prudencia aconsejaría no incurrir en apresuramientos. Tal vez prefieren optar por hacer un buen papel ahora con los consecuentes y más afines al proyecto truncado, reinstalarse en la escena nacional con más nítida y neta representatividad, y promover así una favorable expectativa creciente para los dos años venideros.

Pero una simple mirada a la historia no tan lejana, puede presagiar que en el país no se sabe con certeza qué pasará en no mucho tiempo. Pocos se atreven a esperar el paso siguiente del tren más seguro. Corresponde entonces especular preventivamente en esta dirección, por aquello de “no dejar para mañana lo que puede hacerse hoy”.

Si un cálculo político basado en datos fidedignos de la economía, por ejemplo, infiere que este gobierno se compró una derrota electoral en octubre, el peligro subsiguiente de ingobernabilidad se tornaría amenazante y hasta modificaría repentinamente las cosas. Ante tamaña eventualidad es posible que resurja el peronismo pejotista (muy anti K), nostálgico de etapas tumultuosas como 1989 y 2001, pescador en río revuelto, que desde un Congreso renovado a su paladar podría enancar otro oportunista salto a la Rosada.

Cada alternativa cobra entidad porque implica el riesgo de tomar una decisión drástica: la de corto plazo puede parecer conveniente (pragmática) y después resultar engañosa; y la de largo plazo, ahora luce principista y precavida, pero puede tornarse ilusoria. El tiempo apremia, el lapso para la presentación de listas de candidatos expira pronto. Una vez más, la posibilidad de restañar el enorme daño ya infligido al país, para retomar su abnegada mejoría, puesta en medio de improvisados y precarios reagrupamientos con pretensión frentista.

El problema hoy no es ganarle la elección de octubre al oficialismo nacional. Tras la debacle provocada en un año y medio, las chances de Cambiemos se limitan a que la actual desventaja numérica en el Congreso no se pronuncie en demasía, habida cuenta que su capacidad de negociación se ha estropeado. El mayor problema será la posterior disputa por el ejercicio alternativo de la hegemonía opositora, toda una intriga sobre qué tendencia prevalecerá.

El kirchnerismo vuelve a ser debutante en estas lides, en las que debe fungir como opositor competente en un rango electoral primerizo: desde el llano y su inquietante repliegue. Tras la pérdida del gobierno, aún no recuperó identidad y su desempeño en el Congreso deja más frustraciones que alientos. Debido a la rápida e inesperada fractura del Frente para la Victoria (engordado con peronistas ni fu ni fa y ortodoxos anti K), Cambiemos se movió a sus anchas en componendas parlamentarias de todo tipo, que al menos durante el primer año permitió al oficialismo –aun en minoría– terminar airoso.

Reunificar una masiva y heterogénea corriente con base en el peronismo, aunque con  prevalencia ideológica kirchnerista, parece una tarea imposible de lograr en el corto plazo. El kirchnerismo sigue dependiendo de lo que dice y hace Cristina, cuya influencia conductora ha sido espuriamente reducida por la persecución judicial. Y no obstante es Cristina quien propone la formación de un frente sin exclusiones (con la efectista aspiración de apabullar a la alianza gobernante), en el que la dispar confluencia política saboteará una deseable e inequívoca orientación final kirchnerista.

Se trata, pues, de examinar un contexto polémico, paradójico de situaciones concomitantes. Encima, con un fallo de la Corte Suprema –por inadmisible y extemporáneo– que funcionó como disparador de una movilización popular multitudinaria, tan diversa como coincidente, que registra escaso antecedente por la propia multiplicidad de procedencias, excepción hecha de celebrarse la conquista de un campeonato mundial de fútbol.

Se configura un cuadro sociopolítico que confunde y da pie a una reflexión asaz ingrata: si el kirchnerismo naturalizó que la política de Estado en materia de Derechos Humanos no debe ni puede tener vuelta atrás, ¿por qué muchos de los manifestantes del miércoles pasado, ahora temerosos de un probable retroceso, hizo posible la victoria del macrismo negacionista del terrorismo de Estado? Culpa de esas actitudes veleidosas, un mal día se perdió el invicto, la punta y el campeonato en la “batalla cultural” que se creía definitivamente ganada.    

Nos decían (y ciertamente parecía) que teníamos un pueblo empoderado que no aceptaría mengua alguna de sus derechos adquiridos y conquistados durante el populismo de Néstor y Cristina. Pero de buenas a primeras, gran parte de ese pueblo enaltecido por el kirchnerismo, delegó su mandato en un gobierno de origen antagónico, cuyo evidente objetivo de máxima prioridad sería desempoderarlo hasta dejarlo exánime, sin reacción para someterlo a la agravada desigualdad de siempre.

Esa nefasta experiencia de 2015, que marcó la abrupta interrupción de un proyecto para ampliar, proteger y afianzar todos los derechos, debería ser suficiente para aleccionar a la dirigencia kirchnerista que hoy se obnubila por integrar una mezcolanza ideológica al solo efecto de capturar más votos. Tal vez no recuerde que al calor de aquel incauto frente meramente electoral se fue incubando el huevo de la serpiente. El ofidio que al inficionar el contenido ya insulso de un lema, lo transmutó en el frente para la derrota.