Texto: Lucas Debandi
Fotos: Jo Thomatis

Son cerca de las diez de la noche del sábado en la quinta sección de la Ciudad de Mendoza. En el patio de una casa vieja, unas quince personas estamos en silencio, algunas paradas, otras sentadas, contemplando a un tipo casi desnudo, con la cara pintada, que baila con un palo de lluvia y de a ratos se pone a leer (con un énfasis que raya el grito) algunos fragmentos de poesía que recoge del piso. Yo no puedo evitar pensar en la señora que seguramente vive al lado, que seguramente está cenando, y por encima del sonido del tele escucha a alguien atrás de la medianera, desencajado, hablando de la muerte, del tiempo, y preguntando: “¿Qué carajo es el surrealismo?”.

Cuando supe que iba a ocurrir la noche surrealista, lo primero que hice fue desempolvar (literalmente) ese libro de seiscientas páginas que había leído de mala gana en la facultad: “La interpretación de los sueños”. Este mamotreto sostiene que los sueños son un torrente de deseo que no puede pasar por el filtro represivo de la razón, y hace erupción, subterráneo, durante la noche. Las sedes más primitivas, esas que causan miedo y angustia, encuentran su cauce hacia la conciencia a través de los sueños. Porque allí no rigen las normas rigurosas de la realidad y se abren las posibilidades: las personas pueden ser dos personas al mismo tiempo, los muertos conversan con los vivos, la ficción y la verdad cambian de roles, la muerte puede dar risa y la ternura dar terror. Los surrealistas quieren tocar esos anhelos profundos, irracionales, pero sin estar dormidos. La llave que usan para abrir esa ventana onírica, se llama arte.

Buscando algo de eso llegué a una casa en la zona céntrica de Mendoza, ese sábado a la noche. Me atendió una chica muy seria en el zaguán, tenía puesto un vestido hecho con una bolsa de residuo. Sacó una caja con varias cosas chiquitas y me dijo:

– Ahora se le va a entregar un objeto, lo van a llamar por el nombre de ese objeto.

– ¿Puedo elegir el objeto?

– No puede.

Me tocó un encendedor. En la sala de espera había un tipo alto, con una vincha en la cabeza y media sonrisa en la cara. No pude distinguir si era surrealista o visitante hasta que lo llamaron por su objeto: Autito. Me quedé solo por un rato no tan largo, pero el tiempo se me estiró bastante porque en esa sala de espera no había revistas, y la música ambiente eran unos ruidos extraños que salían de unos parlantes escondidos (es eso, o estaba teniendo alucinaciones auditivas desde temprano). Un tipo de lentes que también estaba vestido con una bolsa de plástico (esta vez en la cabeza) me llamó por mi encendedor y me hizo entrar a una sala. Se sentó a tipear violentamente una máquina de escribir mientras me pasaba unos auriculares. Una voz femenina, distorsionada, me decía cosas sobre el surrealismo a una velocidad muy difícil de seguir. Cuando por fin terminó el flagelo de las teclas, el de la bolsa me mostró la salida.

A la sala siguiente nos llamaron en grupo. Una alemana nos hizo pasar y acostarnos en tres camas sin almohadas, sin usar ni una palabra en español. Autito, Encendedor y Dedal (la autora de la crónica fotográfica que acompaña este texto) quedamos boca arriba y en paralelo. Parecía que no íbamos a hacer otra cosa que mirar el techo, y así fue: apareció una proyección en el cielo raso. Eran imágenes de tres muchachos que entraban a esa misma sala y se acostaban en esas mismas camas y claramente se volvían locos. Nosotros, creíamos, todavía estábamos cuerdos.

Cuando terminó el video, la alemana nos mandó por un pasadizo hecho de retazos de telas. Un camino oscuro, incómodo, enroscado. Después de agacharse para esquivar unas tablas, a la mitad del laberinto, había un tipo con una mesa.

– ¿Gustan jugar cartas?

Apostamos cervezas y jugamos al siete y medio. Algunos perdimos, otros ganaron. Nos indicaron la salida del laberinto y llegamos a una sala muy iluminada, un living. Un gran placard incrustado en la pared, unos sillones, algunos muebles viejos y un guitarrista dándonos la espalda en un rincón, siguiendo unas partituras apoyadas en un atril. Nos instalamos en los sillones y en ese clima que se había vuelto más sutil y protocolar, nos empezamos a hacer algunas preguntas:

– ¿Podremos abrir los placares y ver qué hay adentro? En estas cosas nunca sé hasta dónde se puede interactuar con el ambiente.

– No sé, seguramente acá vive alguien y en algún lado tiene que haber guardado sus cosas. Capaz que te encontrás con los calzoncillos del chabón.

La fantasía y la realidad a esta altura ya se mezclaban y entraban en contradicción, cumpliendo con las expectativas oníricas que traíamos. El misterio del contenido de los placares se develó después de quince minutos de discusión, cuando se abrió de repente y mostró lo que tenía adentro: un flaco vestido de mayordomo. Nos saludó amablemente, sin contarnos mucho de su larga estadía en el ropero, y nos mostró el contenido de otro mueble: dos botellas con líquidos sospechosos. Nos hizo elegir por una de las dos, algunos tomaron agua y otros ginebra.

La próxima habitación era un cumpleaños. Vasitos de plástico, mantel de colores, cotillón con gorritos y máscaras extrañas. Un televisor en nieve permanente y negativos de fotos en la mesa. Nos acomodamos como pudimos y cuando ya no sabíamos qué hacer, irrumpió la cumpleañera. Una chica exaltada, ansiosa, que nos obligó a cantarle el feliz cumpleaños y después nos echó a todos (¡Se van!). Un tipo de boina apareció desde una alacena y empezó a pelear a los gritos con la cumpleañera. El resto de los asistentes de la fiesta nos escabullimos hacia afuera.

El patio era la última etapa del recorrido, allí nos fuimos acopiando los pasajeros de la noche surrealista, en torno a este hombre semidesnudo, que nos quería hipnotizar con su baile y sus poesías. Había altares extraños, bicicletas atadas a postes y más tarde apareció un segundo lector carapintada. El último evento de la noche fue una procesión que surgió desde adentro de la casa, con todos los personajes de las habitaciones anteriores, interpretando cánticos y sosteniendo un secador de piso a modo de cruz. Nos repartieron elementos percutivos a todos los asistentes, se acomodaron alrededor de un pozo que hacía las veces de tumba, dijeron algunas palabras alusivas a cualquier cosa y, entre todos, ensayamos un ritual de cierre casi musical.

Entonces se puso música, se pagaron las cervezas apostadas, los personajes se volvieron personas y de a poco nos fuimos despertando del sueño, tratando de traducir al castellano nuestra experiencia surrealista. Pero se sabe que en los sueños hay un contenido manifiesto y otro latente, como un enigma que se va desanudando de a poco, en el relato de la reconstrucción del sueño, pero que no es ese mismo relato. Porque no hay narración que pueda expresar lo inexpresable, lo que no cabe en las palabras. Por eso, calculé, una crónica de la Noche Surrealista va a ser siempre una crónica renga, que intenta decir algo que no puede ser dicho, algo que solamente puede ser vivenciado.

Hay sensaciones que no pueden nunca explicarse de forma acabada. Y de esto debe haberse dado cuenta, seguramente, la vecina de al lado cuando después de asomarse por la medianera, intentó explicarle a la mesa familiar que esa noche los vecinos se habían vuelto surrealistas.

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