Foto: Cristian Martínez / Texto: Luciano Viard

Frío, llovizna que se mezcla con garrotillo. Los dedos congelados, los de las manos también. El mismo olor a mierda pero más compacto sin tanto ambiente.

El barro siempre es dudoso porque los desagües no son infalibles y las cloacas una eterna promesa.

Dentro del salón que oficia en este momento de aula está Francisca. Trenzas. Piel cobriza y arrugada. Emula una chola de las que se compran en pinturitas de Bolivia pero ella es real como si hubiese nacido como es ahora. Su edad es una incógnita pero ya se jubiló luego de una vida de trabajo sin aportes.

Junto a Francisca está Micaela. Aprendió a ser feliz en el dolor porque entendió que la vida que la tele vendía no existe y que solo con cinismo es posible no dolerse en Mendoza que es el Flores Sur, y es también el Bajo Luján y la tablada y era la escorihuela y el hyat y los vinos de diez lucas pero principalmente, el barro y  la mierda que la miseria humana produce al marginar.

Las boletas de la luz y el gas parecen las de una fábrica por sus cifras pero hay que pagarlas con la miseria que mandan entre desarrollo, la muni y la provincia. Y siempre chuparle las medias a la funcionaria o funcionario de turno para que dé pelota y, sobre todo, guita, que es lo que siempre va a faltar aquí.

En medio de la modorra Francisca le dijo: “Vos seño tenés que estar contenta porque me enseñás a mí que ya soy una vieja a dibujar las cosas con palabras y hace poco le pude leer un cuento a mi nietita. ¿Sabés lo contenta que estaba la Bernardita, seño?”.

La Mica le besó la cabeza a su alumnita y se fue al baño a llorar en silencio.