EL OTRO entrevistó a Lola Troncoso quien cumplió una condena de dos años en penales de la provincia y está a la espera de la libertad a instancias de una entrevista final con el Organismo Técnico Criminológico. La otra cara de los debates de punitivismo electoral, en la voz de la experiencia de una persona que sufrió en carne propia el discurso hipócrita de la “reinserción social” en condiciones indignas de detención. La resiliencia de una mujer que delinquió, pagó y hoy es parte de las Suculentas, un colectivo que apunta a garantizar derechos.

Por Luciano Viard | Fotos: Coco Yañez

Lola es de esas personas difíciles de olvidar, con su acento chileno atenuado luego de vivir en Mendoza por varias décadas, tiene una sonrisa luminosa y llena de fuerza. El gesto potente se complementa con la vehemencia con la que expresa los argumentos de lo que, entiende, debiera ser la cárcel para lograr su cometido.

Su recorrido en el “sistema”

La detuvieron en diciembre de 2016 y, como aún no se inauguraba el Complejo Penitenciario N° 6, fue alojada en el sistema provincial. Conoció la unidad penal de Agua de las Avispas pero también estuvo en el El Borbollón y, finalmente terminó su paso tras las rejas en la prisión federal de Luján de Cuyo.

Lola reconoce que se equivocó y pecó de soberbia cuando pensó que era muy fácil ir hacia la plata rápida, pero también derriba mitos al comentar su experiencia como una persona mayor con hijos y una vida hecha, quien hoy vive para contar episodios de solidaridad en los lugares más horrendos. Como aquella primera vez que cruzó hacia adentro las puertas de El Borbollón y una de las compañeras de pabellón que, según los dichos, era peligrosa y violenta, la recibió con un rollo de papel higiénico y una pastilla de jabón como obsequio de bienvenida.

El estado de las cárceles que el Estado invisibiliza

Las condiciones en los penales que ha transitado varían pero sostienen, a su vez, constantes muy complejas. Acorde a los dichos de esta madre de familia, el hacinamiento y las adicciones complican la convivencia y, sobre todo, la posibilidad de que las personas privadas de la libertad puedan reencauzar sus vidas lejos del delito que las llevó a estar confinadas.

A estos contextos alejados de la dignidad, que incluyen no tener garantizados los insumos de limpieza más básicos en tiempos de pandemia, se suman las dificultades para acceder a oficios y a espacios educativos que sí tienen en un poco mejores condiciones -nunca las recomendadas- los varones de otros complejos penitenciarios. En el caso de las mujeres, por ejemplo, la costura, peluquería y otras actividades estereotipadas son exclusivas y cuentan con talleres y espacios pobremente equipados.

Según las palabras de la amabilísima entrevistada, las cárceles están llenas de ladrones de poca monta aunque afuera de ellas las personas crean que la composición es mayoritariamente de condenados por violaciones y asesinatos.

La parafernalia de Petri

Para Lola, la casi inalcanzable esperanza de mejorar o salir del círculo vicioso del delito y la pobreza se agravó aún más con la llamada Ley Petri.

En 2012 un legislador de la Unión Cívica Radical se destacaba del resto porque podía hablar muy rápido, con un sesgo de convicción razonable y era alto y bien parecido.

Supo este diputado provincial provocar en uno de los puntos neurálgicos de las preocupaciones de una provincia virada definitivamente hacia el discurso de odio y el castigo como solución mágica orientada a disciplinar a los sectores populares. Petri interpeló a esas personas que, mientras miraban aterradas los crímenes terribles en el prime time del Noticiero 9, confiaron en la mano dura para legislar sobre la manera en que las presas y los presos debían desarrollar sus penas en unas cárceles ya hacinadas y repletas de mendocinas y mendocinos de bajísimos recursos.

Petri logró que quienes reincidieran no accedieran a la progresividad de la pena, que es un pilar del tratamiento que reciben internas e internos para que puedan intentar no reincidir, sellando así el espiral sin salida impuesto por un Estado que no contempla las inequidades y presupone un ideal de igualdad de oportunidades ficticio y contraproducente.

Pararse frente a la adversidad

A partir del contacto con Emilia Muñiz –alfabetizadora- y Gabriela Fioccheta –tallerista e integrante de La Mosquitera-, Lola desarrolló distintas actividades que la llevaron a pensar que podían generar acciones para modificar ese terrible estado de situación en el régimen penitenciario.

El tiempo pasó y la mujer puedo acceder al derecho de completar la condena en su hogar. Ya fuera del penal, el reencuentro con Emilia y Gabriela dio como fruto un nombre para ese colectivo que intenta empoderar a las mujeres recluidas a partir del conocimiento de sus derechos.

“¿Cómo se llaman esas plantas que son fuertes y resisten mucho?”, le preguntó a Gabriela. “Suculentas”, respondió. “Así nos tenemos que llamar”, bautizó Lola a la nueva organización.

Por estos días las Suculentas están peleando, entre otras acciones, para que los baños de la Unidad Almafuerte II tengan puertas y las detenidas cuenten con un lugar para colgar la ropa que lavan. Además, brindan talleres de Educación Sexual Integral a internas de varios penales.

Mirar para otro lado no hace que los problemas desaparezcan

Los Estados que más invierten en sus políticas de inclusión obtienen tasas de reiterancia y reincidencia menores y observan una disminución de crímenes violentos asociados con robos y atentados contra la propiedad.

En la otra vereda están los iluminados que insisten con tratar como descartables a las personas que no se “adaptan” al sistema y delinquen repetidamente, siempre y cuando no sean los poderosos.

Estas políticas de mugre bajo la alfombra no hacen más que postergar la solución de una problemática mayúscula que crece al ritmo del aumento de la población carcelaria que, como ya es sabido, conforman -sin alternativas reales- una progresión de escuela de delito para los internos y de violencia institucional en manos de los carceleros.

 

Chanta, violento e ignorante