“Los hombres son cobardes” dice una doña mientras aprende a dividir frente al pizarrón. Esta es la historia de las mujeres feriantes de la comunidad boliviana de Guaymallén que se subieron al Carrito de Saberes para luchar por su derecho a la palabra. El feminismo silencioso es muy poderoso.

Fotos: Cristian Martínez

A partir de hechos de desalojo de la feria popular de Guaymallén en septiembre de 2014, surgieron asambleas compuestas por feriantes, vecinos y vecinas de la comunidad boliviana con el fin de defenderse frente a estos ataques. Algunas de las asambleístas detectaron que un número importante de mujeres feriantes se encontraban en situación de analfabetismo, lo que dificultaba su participación en las asambleas y en el ejercicio de sus derechos ciudadanos. Así fue que surgió la idea de generar un “espacio de alfabetización con herramientas de la educación popular de perspectiva intercultural y feminista”, como se define el Carrito de Saberes en su presentación.

La clase comienza de a poco. Dieciocho mujeres llegan al aula, cada una a su tiempo; un solo varón aparece en toda la tarde. El día anterior fue el cumpleaños de Macarena, una de las “seños”, por eso cada doñita que va llegando se acerca a darle un abrazo, con la pila de cuadernos en una mano y un regalito en la otra.

El Carrito de Saberes comenzó a funcionar en 2016 como un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional de Cuyo que, a través de un proyecto Mauricio López (iniciativa de intervención comunitaria para poblaciones vulnerables), desarrolló hasta 2018 un espacio de intercambio de conocimientos junto a mujeres y trabajadoras de la Feria Popular de Guaymallén y del barrio Lihué en el espacio de la Unión Vecinal.

A partir de octubre de 2018 el Carrito se fue transformado en un aula satélite del Centro de Educación Básica de Jóvenes y Adultos (CEBJA) 3-092 Juan D. Martí, consiguiendo de esta manera la participación de una maestra de grado y certificación oficial para las doñas que asisten.

Cada estudiante trae, además de sus lápices y lentes, panes para compartir (la hora del yerbeado con pancito es sagrada). Se sientan respetuosas en sus bancos desde que llegan y no se levantan hasta que se termina el encuentro, dos horas más tarde. Si bien el aula es pequeña y la maestra es una, son dos clases las que se desarrollan: la mayoría de las doñas transita el primer ciclo de la educación primaria y otro puñado está avanzando en el segundo ciclo. Además, cinco voluntarias ayudan en distintos días de la semana a Natalia, la maestra, a acompañar en sus trayectorias a cada estudiante.

La finalidad del carrito es generar, mediante un espacio de alfabetización, el diálogo de saberes entre sus participantes, con miras a reflexionar la cuestión social, política, cultural, simbólica e ideológica en el marco de la defensa de las ferias populares y del ejercicio de una ciudadanía plena.

Antes de decir feminismo quiero tener la palabra

La más extrovertida y aplicada de la clase es Susi, una mujer de 79 años que recorre el barrio mostrando su libreta llena de dieces. Al primer lugar que llevó el boletín cuando lo recibió fue al almacén. Tiene tiempo para hablar porque fue la primera en entender las divisiones que hoy les enseñó Natalia. “Siempre me gustó leer, pero tenía que trabajar. Lo que más me gusta son las matemáticas” dice, convencida de que este año finalizará su educación primaria. Es jubilada y está cumpliendo un deseo interno. Se ríe con su compañera de banco de pequeñas infidencias que no le dicen a nadie. Susana es estudiante, amiga, mujer que lucha.

Si así lo quisieran, quienes asisten al carrito podrían inscribirse en el CEBJA que queda a una cuadra de distancia de la Unión Vecinal, pero sucede que en el aula se formó un espacio de encuentro inimaginado. De hecho algunas alumnas son ex estudiantes del CEBJA que decidieron cambiarlo por el carrito. Son 21 mujeres y un varón que son “muy grandes para compartir un aula con chicos ruidosos”, como explican. La mayoría sobrepasa los 45 años y participan de la clase como de una ceremonia necesaria para sobrevivir el día a día. Coinciden de forma unánime en que este no solo es un espacio de educación sino también una forma de crecer en comunidad.

 

 

Surge como pregunta inevitable el consultarles acerca de los varones de la comunidad.  ¿Por qué los hombres no vienen al carrito? “porque a ellos se les permitió ir a la escuela”, explica una de las más grandes del grupo; “porque les da vergüenza, pero a mí no” dice el único varón de la clase; “porque son unos cobardes” remata una de las doñas de la primera fila de bancos, sin quitar los ojos de su cuaderno donde acaba de aprender a dividir números grandes.

Son fuertes los mandatos del patriarcado. Un grupo silencioso de mujeres se congrega todos los días frente a un pizarrón con lápices y panes en la mano, para adueñarse de los números y las letras que toda la vida les fueron negados. El feminismo silencioso es muy poderoso.

 

Dos meses sin clases en la Mendoza real