Celia.

Por Juan Pablo Barrera

Estimados lectores de estas crónicas, me veo en la necesidad de aclarar que el siguiente texto tendrá un contexto de Halloween. De algunos sometimientos capitalistas y yanquis tal vez sea el menos nocivo porque sabemos claramente su origen. Como para cerrar esta introducción me viene a la cabeza una frase recurrente: “Aman el dólar, les molesta Halloween”. Ahora si, los dejo con la literatura pura…  

Cierro la puerta, el departamento nuevo es más chico que el anterior, alquilar ya es una cagada y la nueva ley de alquileres una mierda que no me ha permitido quedarme en un lugar por más de dos años. Cada año que pasa soy más pobre y cada nuevo lugar es aún más triste que el anterior.  

Esta última mudanza no fue solo porque la plata no alcanzaba, sino porque tuve miedo de seguir viviendo ahí, yo soy cagón, miedoso, es más no veo películas de terror porque me laburan la cabeza y me hace mal, pero no me había pasado nunca sentir miedo de un lugar sin casi ningún indicio. El departamento que ofrecía Celia, la dueña del sucucho de Ituzaingó al 4000, era al fondo de lo que era su casa, una ventana mínima tapada por enredaderas, muy difícil de iluminar por más focos que pusiera, los sonidos de como crujían las paredes y el llanto cada de noche de un perro vecino o eso creía ya que se oía como si estuviera a los pies de la cama, fueron llevándome al insomnio en primer lugar y luego a la locura de imaginar figuras extrañas, muertes propias y ajenas, quizás era producto de la falta de descanso, el alcohol excesivo o las pastillas que tomaba para dormir.

Celia fue amable conmigo, me aclaró que lo había acondicionado como un monoambiente con la ayuda de sus hijos después de la muerte de su marido, que antes fue la piecita del fondo donde guardaba cosas. No me animé a comentarle mis miedos, ella siempre fue excesivamente amable conmigo, incluso cuando le reclamé por falta de agua, o por la falta de garrafa para el anafe. Cuando le dije que me iba a mudar, no lo tomó muy bien, imagino porque necesitaba la plata, al final de cuentas todos necesitamos la “viyuya” diría mi tío Ernesto que se hacia el tanguero pero escuchaba reggaetón.

Cuando llegó el flaco Ignacio con la camioneta para empezar a cargar cosas, sentí un alivio que no recordaba. Mientras terminábamos de embalar, las paredes crujían con más fuerza, empezó a salir agua a borbotones de la canilla de la cocina, no la podía cerrar, la llame a Celia, pero nunca vino, hace mucho que me ignora. Nacho me preguntó sorprendido: – ¿A quién llamas?

–          A la dueña – le contesté-

–          No hay nadie adelante, yo estuve golpeando un rato largo.

–          Qué raro, me pareció ver a Celia esta mañana.

–          ¿Ahí vive alguien?

–          Sí, la que me alquila.

–          Que frío hace acá Migue – Me dijo mientras ponía la cinta ancha de pegar a una caja llena de ropa.-

Yo solo encogí los hombros y busqué de donde cortar el agua de todo el departamento, después le explicaría a Celia, yo ya quería irme.  

Descargamos rápido, porque Nacho se tenía que ir. Me pareció que había más cosas, muchas cosas de las que recordaba tener. Después de contemplar la inmensa pequeñez de este nuevo lugar tirado en la entrada apago el pucho, veo una caja de un televisor Grundig que nunca tuve, al lado de otra caja que me parece desconocida, hay como dos cajas más, todas como la de los televisores de antes de 20 pulgadas que yo jamás había visto. Es verdad que pedí cajas prestadas, pero no logro recordar esas, me levanto con el cansancio a cuestas voy dónde están esos bultos, prendo la luz pero me parece poca y uso la del celular. Tanteo y veo que están encintadas de una manera distinta, me viene la imagen de haberlas visto antes, pero deben ser las pastillas para dormir que me producen un efecto de realidad distópica, uso las llaves nuevas y rompo la cinta, la abro y hay una cabeza, doy dos pasos para atrás, me sorprendo pero no tanto y me sorprende no sorprenderme. En ese momento golpean la puerta y ahí sí me desespero, cierro la caja pero no tengo cinta, le pongo otra arriba para disimular su apertura y lo que hay pero me tropiezo, las cajas se caen y la cabeza rueda, parece que lleva varios días ahí dentro, vuelven a golpear con más insistencia, yo he caído al piso, atolondrando, algunas cajas cayeron encima, no sé si duermo finalmente o solo estoy aturdido y en estado de shock, escucho un grito seco del otro lado de la puerta: – ¡Policía! Yo desde el piso miro a los ojos la cabeza de Celia siempre tan amable tendida sobre el piso de parquet de este pequeño departamento. 

La puerta cae, entra la policía y atrás un tipo que parece Nacho, al que lo noto más gordo y canoso, yo veo todo como en una película, quiero decirle que las cajas son de Ignacio pero no logro despertarme.