Retamito hoy debate su existencia entre algunas viejas paredes, su último habitante y el tiempo, ese tiempo que lo cambia todo, hasta pueblos enteros, menos la convicción de alguien que, como un quijote, lucha contra él.

Texto y fotos: Marcelo Ruiz

Jorge Gemen ( 82 ) es el único sobreviviente de Retamito, un pequeño pueblo al sur oeste de la provincia de San Juan que quedó en el olvido. Cientos de personas habitaron alguna vez este próspero paraje, pero las décadas de bonanza quedaron truncas cuando los hornos de cal se trasladaron al pie de las minas.

Por cuestiones funcionales y operativamente más convenientes, los obreros con sus familias debieron emigrar obligatoriamente kilómetros arriba. Años después, las pocas personas que quedaban se marcharon para siempre cuando los ramales del ferrocarril quedaron dormidos para el transporte de pasajeros, producto de políticas neoliberales de vaciamiento de lo estatal.

 

Delgado, bajo, casi indefenso, anciano, Jorge se resiste a irse del pueblo que lo vio nacer.  convive con los recuerdos y la soledad, que de vez en cuando interrumpen las visitas de su hermana Eusebia Alicia, “tres años mayor”, quién vive en Mendoza, o algunos de sus sobrinos que suelen quedarse varios días.

Recuerda los tiempos prósperos del pueblo, su niñez, su adolescencia, los juegos y las tareas compartidas con sus cinco hermanos atendiendo el negocio familiar, un típico almacén de ramos generales y bar, donde los hombres luego de la agotadora jornada venían a calmar su sed y jugar a las cartas, mientras los operarios más jóvenes le hacían algunas fichas al metegol. Aquí fue donde trabajó gran parte de su vida. Aquí formó una familia, pero su mujer y sus dos hijos, quienes regresan de vez en cuando, también dejaron al pueblo y a su padre, sin vecinos ni oportunidades.

 

Cada tanto un soplido levanta polvo en esta tierra árida. En la calle principal suelen bajar camiones cargados de cal rumbo a sus destinos, otros descargan allí mismo para que el tren se lleve el material a granel.

Un cartel da la bienvenida, una calle de curva y contra curva dibuja en su recorrido algunas paredes que apenas pueden mantenerse en pie, otro par de casas silenciosas invitan a mirar hacia adentro, descubriendo algunos viejos recuerdos olvidados que quedaron para siempre allí. Una de las construcciones que se mantiene viva es la Iglesia de la Virgen del Valle, donde todos los primeros fines de semanas de mayo se reúnen vecinos de pueblos cercanos, artesanos y turistas que llegan para la celebración religiosa.

 

Una chancha obesa, varias gallinas y un viejo televisor son toda la compañía de Jorge. El agua es una falta importante. Durante mucho tiempo su pequeño estanque dio de beber a los animales del lugar, pero vecinos de más arriba cortaron arbitrariamente el canal de riego, perjudicando al hombre ya entrado en años. Él espera que esa injusta decisión cambie pronto y pueda contar con agua nuevamente en su propiedad.

Ya decidió hace tiempo, quizás desde el mismo momento de nacer, que ese pequeño punto en el universo es su lugar. Aquel pueblo próspero en que llegó al mundo, donde jugó de niño con sus hermanos entre el polvo de cal, en el mismo lugar donde los obreros inmigrantes convivieron con los andenes del ferrocarril, pasaron almanaques, se enamoró, fue esposo y padre. Decidió quedarse, resistir al abandono después del último pasajero, prefirió ver el sol nacer, correr por sobre su cabeza, y morir detrás de la Cordillera de los Andes cada uno de los días, uno tras otro. Ahí, justo ahí. Jorge Gemen, el último habitante.

 

 


 

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